Clara Núñez y Gema Noach – Barcelona | No hay nada mejor que descubrir las cosas por sorpresa y por uno mismo; como si alguien las hubiera puesto allí justo antes de que llegaras, casi con prisa. Y si se trata de algo archiconocido por todos, como Essaouira, ya es maravilloso. Supongo que es la suerte de evitar mirar bajo el prisma general, la fortuna de ver por primera vez sin que nadie te diga cómo ‘hay que hacerlo’; si debes venerar, admirar, despreciar o amar. Como aquel niño-genio del poema de Charles Bukowski que viendo el mar por primera vez dice simplemente con toda libertad: ‘el mar no es nada bonito’.
Algo así nos ocurrió a mi amiga Gema Noach y a mí durante un viaje que hicimos un verano recorriendo Marruecos de norte a sur. Tras varios días en Marrakech y agotada la fascinación inicial del caos de esa ciudad que arde a todas horas queríamos escapar, queríamos mar, tranquilidad, aire… En mi guía salía un pueblo a tres horas de Marrakech, un pueblo de mar llamado Essaouira. No estaba lejos y nos gustó aquello de que traducido el nombre significara ‘la bien dibujada’. Tomamos un autobús y allí nos fuimos, más inspiradas por el deseo de huir sin importarnos mucho a dónde íbamos.
Al llegar la sorpresa fue el viento, y el frío ¡pam! nos golpeó todo el cuerpo sin piedad. Empezaba a oscurecer y las paredes de piedra brillaban de humedad. La gente escasa pasaba despacio con gruesas chilabas de capucha y un olor fuerte, casi desagradable lo llenaba todo, el olor a mar y sal, a Atlántico… Sentí algo familiar, Galicia cruzó mi mente como un flash y la olvidé. Era de noche y estábamos sorprendidas por todo: por esas callejuelas misteriosas hechas, en apariencia, sin ton ni son, por la tranquilidad y por ese frío tan húmedo a tan sólo tres horas de Marrakech. Nos pusimos toda la ropa que teníamos encima: leggings con faldas largas, sudaderas, sandalias con calcetines, un vestido como capa… Guiris reconocibles a kilómetros de distancia mientras nos encaminábamos hacia la cafetería más concurrida en una plaza de la Medina. Había muy pocos turistas y mucha gente local; hombres en su mayoría tomando su café, su té, fumando sus cigarrillos y hablando poco… Un ambiente muy, muy tranquilo en el que casi podíamos sentir como el tiempo se deslizaba despacio, el silencio, podías mirar…
Y aunque miles de turistas habían visitado Essaouira antes que nosotras, y aunque existía el Festival de música Gnaoua que había convertido ese pueblo tan pequeño en uno de los lugares más turísticos de África del norte, nosotras no lo sabíamos, no sabíamos nada aún, ni siquiera los afortunadas que éramos de haberlo encontrado tan vacío y tan real. Solo estábamos allí, como dos niñas con ojos nuevos, dos aterrizadas con nuestras ropas chillonas y nuestra pánfila felicidad… ¡Qué suerte la nuestra!
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