James Alan McPherson

Espacio vital —publicado originalmente como Elbow Room en 1977— es el epítome de lo que James Alan McPherson significó para la literatura de su tiempo, que es también el nuestro. Ser un escritor negro en los Estados Unidos marcó tanto la escritura de McPherson como la percepción que de él tuvo el mundillo literario que le tocó vivir, un mundillo en el que, a golpe de codazos, supo abrirse un espacio vital donde permitirse ser auténtico.

Los doce relatos que están recogidos en este volumen (consonni, 2023), con el que McPherson se convirtió en el primer autor afroamericano en recibir un premio Pulitzer en la categoría de ficción (en 1978), continúan apelando a un mundo extrañamente familiar de desigualdades e injusticias, de violencias e incomprensiones, pero también de lucha y reivindicación. Un ejemplo irrefutable de la destreza narrativa de McPherson, con un característico tono desenfadado que rebosa humor y que acerca las historias a la narrativa oral. Espacio vital sigue interpelándonos a pesar de los años transcurridos. McPherson, en su momento, asumió la responsabilidad de concebir estas inolvidables historias; nos corresponde ahora la responsabilidad de leerlas e intentar hacer del mundo que reflejan un lugar distinto y, si tenemos un poco de suerte, un lugar mejor.

A continuación compartimos el primer relato de Espacio Vital, “Por qué me gusta la música country”, dónde explora sutilmente temas relacionados con la raza y el coraje en los Estados Unidos, recordando en las asociaciones fuertes que desarrolló entre la música country y la primera chica con la que ha amado, el narrador revela cómo sus concepciones juveniles de colorismo, los estereotipos y la segregación reflejan las hipótesis un tanto equivocadas acerca de la raza, el estado y las relaciones norte y sur. En estas líneas, McPherson desafía las suposiciones comunes acerca de las personas negras norteamericanas, al mismo tiempo que revela cómo se desarrollaron naturalmente dichas actitudes.

 

James Alan McPherson
James Alan McPherson

 

***

Por qué me gusta la música country

Nadie creerá que me gusta la música country. Incluso mi esposa se mofa de mí cuando se lo digo.

—¡Venga ya! —me dice Gloria—. Entiendo que te guste el blues, el bebop y, si me apuras, el buckdancing [1]. Pero no el bluegrass —añade—. El hillbilly [2] no es solo música. Es como la Bolsa de Nueva York. En cuanto sube, es mejor que te andes con cuidado.

Tiendo a discutírselo, pero en voz baja, casi siempre para mis adentros. Gloria nació y se crio en Nueva York y ha acabado por convencerse de que el mercado bursátil es el único índice de salud económica. Mi entendimiento del mundo se moduló en Carolina del Sur y hace ya mucho tiempo que, trabajando allí como camarero en clubes privados, aprendí a calibrar los flujos económicos en función de las propinas que dejaba la gente. Gloria y yo discrepamos en otros asuntos, pero lo que me más me frustra es intentar que entienda por qué me gusta la música country. Quizá se deba a que Gloria odia el Sur de Estados Unidos y se ha rendido emocionalmente a las historias de terror que contaban los refugiados procedentes de mi tierra. O quizá se deba a que ella es la tercera generación de su familia que nace en el Norte. La verdad es que no lo sé. Lo que sí sé es que, aunque los dos somos negros, la distancia entre nosotros a veces es tan grande como la que separa a los igbos de los yorubas. Y también sé que, pese a sus protestas, me gusta la música country.

—Estás chiflado —me dice Gloria.
Y yo tiendo a discutírselo, pero en voz baja, casi siempre para mis adentros.

Por supuesto, no me gusta toda la música country, solo las canciones que me llegan. Me gusta el banjo, porque a veces escucho antepasados en los rasgueos. Y me gustan los estribillos como de violín de «Dixie» [3] por el mismo motivo. Pero, sobre todo, me gusta bailar en cuadrilla: el juego entre las parejas y el maestro de ceremonias, los taconazos, el frufrú de los vestidos, el pavoneo, las vueltas con elegancia y las risas. Lo que más me gusta son las risas. En los últimos meses me he preguntado por qué me gustan esta música y este baile. Y no he llegado a ninguna conclusión definitiva, pero, de vez en cuando, sospecho que es porque la cuadrilla es el único baile que he conseguido dominar en toda mi vida.

—Yo me abstendría de afirmar tal cosa en público… —me advierte Gloria.
Y estoy de acuerdo con ella, pero sostengo que sí, aunque en voz baja, casi siempre para mis adentros.

Querida Gloria, te voy a explicar toda la verdad.

En mi juventud en aquel país lejano, mientras los demás aprendían a pavonearse, yo crecí siendo un niño más estirado que el palo de una escoba. Cuando mis amigos armonizaban sus ritmos, yo permanecía al margen, en átono desapego. Mientras ellos vibraban, yo me limitaba a agitarme sin gracia ninguna, imitándolos. Te cuento todo esto no por remordimiento ni para flagelarme, sino para confesarte de corazón mis circunstancias. En aquel entonces, en mi pequeño rinconcito de Carolina del Sur, saber bailar bien era como saber narrar historias. Un muchacho podía decir: «He viajado aquí y allá, he visto tal o cual cosa, me peleé con fulanito, le gané y le hice el amor a ella, les mentí y a unos cuantos les conté la verdad solo para poder volver aquí y explicaros qué pasaba por aquellos lares». Un muchacho podía comunicar todo eso con unos suaves y gráciles meneos de su redondo trasero sincronizados con un braceo de intricada coordinación y leves movimientos comedidos de las piernas. Y las muchachas comunicaban muchas más cosas todavía.

Pero, lamentablemente, yo no era capaz de hacer nada de eso. El desarrollo de tales habilidades dependía de las enseñanzas de la familia y los vecinos. Mi familia no bailaba y nuestro vecino más cercano era un fervoroso adventista del Séptimo Día. Además, la mayoría de los bailes nuevos procedían del Norte, y quienes los daban a conocer en la población eran gente que había vuelto de allí y que ahora faroleaba sobre la buena vida que, supuestamente, se vivía en aquellos lugares norteños. Merodeaban por nuestras calles de tierra en Cadillacs alquilados; desfilaban por nuestras aceras de ladrillo exhibiendo estilos que sintetizaban la plenitud de la vida en Harlem, Filadelfia del Sur, Roxbury, Baltimore y la parte sur de Chicago. Desairaban a nuestros provincianos comerciantes de ropa con comentarios arrogantes del tipo: «¡En Nueva York no se lleva eso!». Cada uno de sus movimientos, así como esos suaves modales de quien está de vuelta de todo, nos revelaban, a los lugareños, historias importantes sobre las carencias de nuestras vidas. Por desgracia, a aquellos de nosotros que estábamos sometidos a una supervisión parental estricta, o a quienes carecíamos de contactos con el Norte, no nos quedaba más remedio que mantener una distancia prudencial y adorar a aquellos embajadores de la cultura. Permanecíamos en el banquillo, faltos de estilo, con la gestualidad contenida, sin atrevernos a bailar, limitándonos a poco más que arrastrar un pie y mover una cadera de manera improvisada, con la esperanza de que uno de ellos rozara nuestras vidas. Y yo tuve la enorme fortuna de que, durante mi décimo año en los márgenes, una de aquellas norteñas me introdujera en el baile de cuadrillas.

Queridísima Gloria, su nombre era Gweneth Lawson.

Era una bonita niña con la piel de color chocolate, ojos marrón oscuro y dos largas trenzas de cabello negro. Después de todos estos años, la imagen de aquellas dos trenzas evoca en mí todo lo que hay que recordar sobre Gweneth Lawson. Las llevaba trenzadas desde la frente, hacia atrás, y le caían justo por encima del cuello babero de la blusa. En ocasiones llevaba dos lazos, uno rojo y otro azul, que se mecían perezosamente cerca del punto donde su tersa piel marrón y el blanco cuello de la blusa confluían con el negro azabache del cabello. Aunque ya no recuerde su cara, sí recuerdo el arcoíris de vivos e intensos colores en el que vivía. Y lo recuerdo porque lo observaba cada día entre semana desde mi pupitre, situado detrás del de ella, en nuestra clase de cuarto. Además, usaba la colonia o el perfume más mágico que pudiera imaginarse, con un ligero aroma a limones recién cortados, un perfume que flotaba hasta mí cuando ella hacía el más mínimo movimiento en su silla. Y te diré otra cosa más, Gloria: cuando huelo a limones frescos, ya sea en el mercado o en casa, miro a mi alrededor, pero no en busca de Gweneth Lawson, sino de un rincón tranquilo donde poder rememorar en privado ciertos recuerdos de ella. Y, persiguiendo tales recuerdos a través de esos puentes de limón, redescubro que la amaba.

Gweneth procedía de la parte de Brooklyn poblada por inmigrantes de Carolina del Sur. Sus padres la habían enviado al Sur a vivir con su tío, el señor Richard Lawson, el albañil, durante un periodo de tiempo indeterminado. Desconozco por qué lo hicieron; tal vez fuera para que asimilara las tradiciones de Carolina del Sur más de lo que le permitía hacerlo su vida en Brooklyn. Era una muchacha dulce y de voz suave, y no recuerdo que se mostrara nunca condescendiente. Algo que resultaba todavía más digno de admiración, considerando las ínfulas que se daba el señor Lawson ante el pasmo indisimulado que suscitaban en nosotros las personas negras nacidas en el Norte. Debes saber que, en aquel entonces, cuando un adulto señalaba a alguien y decía «es del Norte», no hacía falta añadir nada más. Las madres enseñaban a sus hijos a portarse bien diciéndoles que, si llevaban una vida ejemplar y asistían a la iglesia con asiduidad, cuando murieran irían a Nueva York. Solo alguien que entienda qué significaba Londres para Dick Whittington o qué lugar ocupan California y las zonas residenciales en la mentalidad nacional es capaz de apreciar las dimensiones míticas del acervo norteño.

Pero Gweneth Lawson estaba por encima de la idealización regional. Y, aunque es posible que la amara en parte porque era norteña, la amaba más por el mundo de colores que parecía tener suspendido sobre la cabeza. Amaba su frente resplandeciente y sus brillantes ojos marrón oscuro; amaba sus negras trenzas y aquellos lazos rojos, azules y, en ocasiones, amarillos y rosas; amaba la manera en que el marrón intenso y oscuro de su cuello se fundía con la tela rosa o blanca del cuello babero de sus blusas; amaba la nube con olor a limón sobre la que flotaba y desde la cual, esporádicamente, parecía invitarme para que ascendiera a las alturas de su mundo feliz; amaba su manera de hacer que el corazón me diera un vuelco cuando, durante un momento de agitación, parecía a punto de volver la cabeza en mi dirección; y la amaba más, aunque me torturara, en las muchas ocasiones en las que no acababa girándose. Porque, como era un niño tímido, me encantaba poderla amar en silencio al menos seis horas al día, sin tenerle que revelar mi amor.

Mi estado mental platónico podría haberse dilatado en una dichosa infinitud de no haber decidido la señorita Esther Clay Boswell, nuestra maestra, entrometerse en nuestros asuntos. Si bien se vanagloriaba de ser una mujer que imponía una disciplina férrea, a la señorita Boswell no le faltaba sentido del humor. A aquella mujer rolliza y de grandes pechos de cuarenta y pocos años le gustaba divertirse y, en ocasiones, divertir también a toda la clase haciendo que todos los ojos se posaran en quien se atreviera a transgredir la estructura que ella imponía en las actividades en el aula. Era particularmente dura con personas como yo, incapaces de refrenar su impulso de soñar despiertas, o con quienes dejaban la mirada vagando demasiado lejos de las lecciones escritas en la pizarra. Un letrero en blanco y negro colocado junto a la puerta, debajo de un reloj eléctrico, resumía su actitud hacia ese tipo de absentismo: «Aviso a todos los que miran el reloj —decía—: el tiempo pasa.

¿Pasaréis vosotros de curso?». Además, no soportaba la timidez en sus alumnos. «¡Habla más alto, muchacho!», atronaba su voz, y eso bastaba para que entre los más sensibles, yo incluido, se produjera el pertinente derramamiento de cálidas lágrimas. Pero con eso transgredíamos otra norma más, una norma de la que, además, dependía nuestra mismísima supervivencia en la clase de la señorita Esther Clay Boswell. Nos la explicaba en detalle mientras caminaba de un lado para otro delante de su escritorio, dándose golpecitos con una regla de fabricación casera en la palma de la mano.

—Aquí no puede haber ningún bebé —decía. ¡Zas!—. Y el que crea que todavía es un bebé… —¡zas!— debería irse gateando pa su casa y pegarse a la teta de su mamá —¡Zas!—. Mis queridos conejitos, debían haber echado sus últimos lloraos —¡zas!— al salir de casa, antes de venir aquí. —¡Zas!—. A partir de ahora, quien quiera llorar…
—¡zas!— ¡que se vaya pa la iglesia! —¡Zas!

Siempre que alguno de nosotros la obligaba a echarnos aquel discurso, me daba la sensación de que sus ojos se detenían largamente en mi rostro. Tenía la impresión de que me desafiaba, como si sospechara que, además de mi pasión secreta por Gweneth Lawson, que ella podía pasar por alto, yo tenía la costumbre de sufrir rabietas.

E intuía bien. Yo era el producto de una atención desmedida por parte de mi padre. Era el niño de sus ojitos; me exhibía por ahí subido a su hombro y me henchía el ego constantemente con lo que, al menos entre nosotros, era un gran cumplido: «Mi negrito serás mientras no crezcas más». Aquella afirmación, sumada a otras atenciones generosas por parte de mi padre, me había convertido en un niño egoísta y acostumbrado a salirse siempre con la suya. Yo esperaba conseguir lo que quería en casi todo y, cuando no era así, pillaba berrinches calculados para derribar cualquier barrera que hubieran erigido ante mí.

La señorita Boswell también estuvo atinada al evaluar mi grado de encaprichamiento con Gweneth Lawson. Pese al sigilo con que telegrafiaba mensajes de afecto a la parte posterior del cerebro de Gweneth, no podía evitar detectar, de vez en cuando, que la fría mirada de la señorita Boswell se posaba en nosotros dos. Pero nunca dijo nada. En lugar de ello, descansaba sus ojos momentáneamente en el rostro de Gweneth y luego los desviaba rápidamente hacia mí. Y al hacerlo era como si dijera: «No mires ahora, jovencita, pero sé seguro que el peloncito que tienes sentado detrás no deja de pensar en ti». Parecía observarme a diario, con una mezcla de diversión y de absoluta indiferencia en sus ojos marrones. Cuando clavaba la vista, no lo hacía en mí, sino en el foco habitual de mi atención: el final de las negras trenzas de Gweneth Lawson. Cuando notaba los ojos de la señora Boswell fijos en mí, apartaba la vista enseguida y la posaba bien en el tablero marrón de mi pupitre, bien al otro lado del aula, en la pizarra. Pero no era fácil esquivarle la mirada. Sin mirar a nadie en particular, la señorita Boswell era capaz de hacer un comentario específico relativo a una persona concreta de una manera tan general que solo tras un largo rato el objeto real de su atención se daba cuenta de que iba dirigido a él.

—Ay, mis conejitas canela —podía decir—, y ustedes, mis negrísimos conejotes, y los pocos conejos de cola de algodón que hay mezclados por aquí y por allá, a algunos ya les empieza a oler a grajo los sobacos y no tienen idea de cómo es la cosa —y entonces o al menos a veces a mí me lo parecía, posaba sus ojos como si tal cosa en mí antes de retomar su barrido de toda el aula—. Ya sé que sus mamitas les han hecho creer que la vida es un camino de rosas, pero en mis clases van a tener que cruzar las zonas más espinosas de ese camino.

Durante este ritual, tenía la costumbre de aguijonear a aquellos de nosotros que nos estábamos forjando una reputación de mansos e indecisos; ahora bien, su método era socrático, en el sentido de que nos obligaba, de manera indirecta, a proporcionar nuestras propias respuestas mostrándonos a una persona que fuera el ejemplo andante del error que pretendía corregir. Clarence Buford, sin ir más lejos, un chico de un tamaño descomunal que procedía de una familia muy humilde y que era un buenazo, acostumbraba a servir como chivo expiatorio en aquel ejercicio.

—Buford —decía por ejemplo la señorita Boswell al tiempo que se golpeaba la palma de la mano con la regla—, ¿cómo espera un jibarito pazguato como tú buscarse una esposa?

—Yo no quiero ninguna esposa —murmuraba quejoso Buford. Y, por supuesto, la clase estallaba en carcajadas.

—Pues claro que la quieres —replicaba la señorita Boswell—. Todos ustedes, conejitos, quieren esposas. —¡Zas!—. Así que, dime, ¿cómo vas a hacerle saber a una muchacha que no eres un pasmao?

—¡Yo lo sé! ¡Yo lo sé! —exclamaba una voz aguda desde un asiento situado frente al mío.

Se trataba, por supuesto, de Leon Pugh, un chaval de color cacahuete con el pelo rizado que parecía saberlo todo. Es más, parecía enorgullecerse de ser el único que conocía las respuestas a las cuestiones de la vida, y siempre agitaba los brazos emocionado cuando nuestra atención se centraba en tales cuestiones. Me daba la sensación de que hablaba con voz más altisonante y de que movía los brazos más desaforadamente cuando estaba seguro de que Gweneth Lawson, que se sentaba justo delante de él, tenía interés por la respuesta a la pregunta formulada por la señorita Esther Clay Boswell. A mí me parecía que lo que pretendían aquellos brazos ansiosos no era tanto apoderarse de la pregunta como de Gweneth.

—A ver, Buford, jíbaro de lengua virá y juanetes en los pies—continuaba la señorita Boswell, haciendo caso omiso de los histéricos aspavientos de Leon Pugh—, ¿vas a dejar que un conejo con cola de pompón como Leon se eche novia antes que tú?

—Yo no quiero ninguna novia —respondía Clarence Buford casi sollozando—. No me gusta ninguna chica.

Entonces la clase volvía a estallar en carcajadas mientras Leon Pugh agitaba los brazos como un navegante aéreo en plena batalla.

—¡Yo lo sé! ¡Yo lo sé! ¡Juro por Dios que lo sé!

Cuando al final la señorita Boswell se volvía en su dirección, yo tenía la sensación de que, momentáneamente, se veía tentada de preguntarme a mí la respuesta. Pero, como sucedía en la mayoría de aquellos ejercicios, era el sabelotodo de Leon Pugh quien la proporcionaba.

—¿Qué opinas tú, Leon? —le preguntaba sin más remedio, con un golpe casi exánime de la regla contra su palma.

—Mi papá me explicó… —gritaba Leon, volviéndose pícaramente hacia Gweneth y sonriéndole de oreja a oreja— mi papá y mi hermano mayor, del Bronx de Nueva York, me dijeron que pa conseguir lo que uno se proponga en este mundo hay que aprender a echarse flores.

—¿Por qué, Leon? —le preguntaba la señorita Boswell con voz aburrida.

—Pues porque, si uno no se echa flores, nadie se las va a echar. Eso es lo que dice mi papá —recitaba como un loro el chaval, con el pecho henchido de orgullo.

—¿Qué opinas tú de eso, Buford? —preguntaba entonces la señora Boswell.

—Que me da igual, porque yo no quiero ninguna novia—contestaba Clarence Buford, desconcertado.

Y, como si tal cosa, aquella lección críptica se abandonaba sin más.

Tal era el método de enseñanza de la señorita Esther Clay Boswell. Casi siempre escritas en la pizarra, sus preguntas estaban calculadas para hacer que nos girásemos en las sillas y, en velados susurros, preguntáramos a los otros y, sobre todo, al sabio y confiado Leon Pugh: «¿A qué se refiere?». Pero ninguno, con la salvedad de Pugh, parecía capaz de entender qué se suponía que debíamos saber pero no sabíamos. Y la señorita Boswell, aquella negra astuta y maciza, nunca aportaba nada más de lo estrictamente necesario para mantener nuestro interés. En lugar de ello, se dedicaba a desfilar entre nosotros, golpeándose metódicamente la palma de la mano con aquella regla artesanal, insinuando con su silencio que su pregunta era más profunda y, de hecho, que la respuesta de Leon tenía más implicaciones de las que éramos capaces de percibir. En aquellos momentos, ya fuera espoleado por el egocentrismo o por la peculiar manera que la señorita Boswell tenía de mirarme, yo tenía la impresión de que hallar respuesta a tales preguntas era una labor que, de entre todos los alumnos de la clase, me había asignado a mí.

Por supuesto, Leon Pugh, entre otros con menos luces, era mi principal rival para ganarse el amor de Gweneth Lawson. A lo largo de todo el año escolar, a partir de septiembre y durante las lluvias invernales, me superaba en mis intentos de mirarla directamente a los ojos y decirle un simple y sentido «hola». Era a lo que yo aspiraba, pero parecía incapaz de aproximarme lo suficiente a ella para llamar su atención. En Acción de Gracias ayudé a dibujar una exuberante cornucopia amarilla en la pizarra, con frutas y flores de los mismos colores que flotaban alrededor de la cabeza de Gweneth. Leon Pugh también hizo una, él solo, una obra maestra de papel plateado y crespón multicolor que colgó en la puerta. Su cola de plata se curvaba hacia arriba y acababa en punta justo debajo de la esfera del reloj de la señora Boswell. En Navidades, al sacar nombres de un sombrero para intercambiarnos regalos, yo extraje el de Queen Rose Phipps, una mulata poco agraciada de color amarillo calabaza por la que no sentía absolutamente ningún interés. Pugh, ya porque estuviera conchabado con el chaval que se encargaba del sorteo o por pura suerte, sacó del sombrero el mágico nombre de Gweneth Lawson. Le regaló un juego de lazos de color morado intenso para sus trenzas y una cesta de nueces pacanas del árbol de su padre. Yo, habiendo perdido todo interés por el espíritu de aquel acontecimiento, le regalé a Queen Rose Phipps un par de calcetines blancos. Cada vez que Gweneth llevaba los lazos morados miraba a Leon y le sonreía. Y cada vez que Queen Rose llevaba los calcetines blancos yo desviaba la mirada abochornado, no fuera a ser que se le bajaran hasta los zapatos y sus esqueléticos tobillos quedaran a la vista.

Después de clase, los días lluviosos de invierno, caminaba detrás de Gweneth hasta la parada del autobús, me detenía cerca de los escalones mientras ella subía y la seguía por el pasillo hasta que escogía un asiento. Pero sucedía que, normalmente, en una clara transgresión del código de conducta al que todos los caballeros supuestamente deberían adherirse, Leon Pugh ya se hallaba en el autobús y gritaba a quienes pretendían sentarse:

—¡Nada de eso! ¡Echa pa allá! Este asiento está reservado para la chamaquita de Brooklyn, Nueva York.

Desalentado pero no derrotado, me deslizaba en el asiento más cercano a ella y, con ojos de cordero degollado, le enviaba miraditas de amor herido a la nuca o al perfil marrón e irisado de su rostro. Y en su parada, a unas ocho o nueve manzanas de la mía, bajaba tras ella entre un enjambre de muchachos enamorados. A continuación, seguía una escena bien ensayada en la que todos, salvo Leon Pugh, fingíamos haber bajado del autobús demasiado tarde o demasiado pronto en nuestro camino a casa. Con el mínimo coste para nosotros, disfrutábamos de la ventaja de poder caminar cerca de ella mientras se deslizaba hacia la casa de verdes paredes donde vivía su tío. Allí, tras hacer una pausa en las escaleras de madera y sonreír radiante a la multitud como un sol primaveral bajo la fría lluvia de invierno, canturreaba un «adiós a todos» y desaparecía en el interior de la estructura envuelta en el misterio de una diosa. Después yo me marchaba caminando, pero lentamente, mucho más despacio que los otros chicos, reconfortado por la musicalidad y la luminosidad de su voz en contraste con los vientos húmedos y cortantes de aquellas tardes de febrero.

La amaba, querida Gloria, y bailaba con ella y olía su juventud de limón y le decía que la amaba, todo ello de un modo que nunca creerías.

Ni puedes saber ni recordar, como hago yo, que en aquellos tiempos, en nuestra zona del país, disfrutábamos de una amalgama irónica y placentera de tradiciones yanquis y confederadas. Nuestras comidas y modales, nuestra forma de hablar, nuestras actitudes con respecto a ciertos momentos ambiguos de la historia e incluso nuestra aceptación de la tragedia como algo natural en el transcurso de la vida, todas aquellas cosas y también otras, nos definían como sureños. Aun así, la severa moralidad de nuestros padres, su dureza y tacañería y actitud hacia el trabajo, su lealtad encubierta a determinados ideales, incluso la dirección hacia la que nos encaminaban, nos hacían más yanquis que caballeros confederados. Más aún, algunas de nuestras escuelas rendían homenaje con su nombre a prohombres confederados, mientras que otras lo hacían a los creyentes de expresión adusta que se habían desplegado desde el Norte para salvar a un pueblo hacía mucho, mucho tiempo, en aquellos días largamente olvidados del érase una vez. Y aun así, nuestros libros de texto, las canciones obligadas que cantábamos en el aula, nuestras banderas y nuestra propia relación con las estatuas y los monumentos de los parques públicos negaban el relato de que aquellos soñadores procedentes del Norte hubieran venido alguna vez. Cantábamos el himno del estado, memorizábamos los versos de poetas locales, honrábamos en nuestros libros los nombres y las fechas de acontecimientos históricos anteriores y posteriores a aquel otro Acontecimiento Histórico que, en nuestra región, suplantó incluso la división de los milenios introducida por los fieles a Jesucristo. Dadas las circunstancias tácitas de nuestro entorno cultural, resultaba irónico, y quizá justo, que mantuviéramos una síntesis de dos tradiciones que habían dejado de sustentarse mutuamente. De ahí que se volviera una costumbre en nuestra escuela celebrar la llegada de la primavera el primero de mayo con el trenzado ritual del mayo [4] y con bailes en cuadrilla.

Aquel día, como en unos cuantos más, el inspector de escuelas y varios funcionarios podían presentarse en el patio de nuestro colegio y plantarse junto a nuestros columpios de metal oxidado mientras contemplaban a los niños de cuarto, quinto y sexto curso moverse arriba y abajo y por detrás y por delante del otro, alrededor de los mayos pintados con vivos colores. Felices, los niños estiraban y enrollaban largas cintas de papel de crespón ondulado formando maravillosas trenzas multicolores. Después, cuando el atronador aplauso de profesores, padres y dignatarios visitantes empezaba a amainar, una ola de niños con estudiados atuendos salía corriendo al patio en grupos de ocho y daban comienzo los bailes de cuadrilla.

—¡Válgame el cielo! —se escuchó exclamar en una ocasión al inspector de escuelas—. ¡De esto hay que tomar nota! Lo hacéis todos tan bien que a uno le pica el gusanillo y le dan ganas de mover el esqueleto.

Tal era el programa dos semanas antes del primero de mayo, cuando la señorita Boswell anunció a nuestra clase que, como alumnos de cuarto curso, participaríamos en las celebraciones. La clase se dividió en dos grandes grupos de dieciséis alumnos cada uno, y un grupo se dedicó a preparar el trenzado del mayo mientras que el segundo, que contenía un número idéntico de niños y niñas, practicábamos por turnos nuestra parte en la cuadrilla. A mí me escogieron para bailar, y a Leon Pugh también. Gweneth Lawson quedó en el grupo de los trenzadores del mayo. Me deprimí, hasta que recordé, con alegría, que no tenía ni idea de bailar. Así se lo hice saber a la señorita Boswell después de la clase de dibujo, durante el recreo, alegando que mi falta de destreza solo conseguiría que la exhibición de nuestra clase quedara deslucida. Le pedí que me reasignara al grupo de los trenzadores del mayo. La señorita B. me repasó de arriba abajo mientras en la comisura de los labios le asomaba una mueca de profundo regocijo.

—Pero si pa bailar en cuadrilla no hace falta saber bailar —dijo—. Es un baile que se inventó pa burlarse de la gente que no sabía bailar. —Hizo una pausa momentánea antes de añadir, pensativa—: Cuanto peor bailes, mejor se te dará la cuadrilla. Es el mejor baile del mundo pa un conejito estirao como tú.

—Yo quiero trenzar el mayo —dije.

—Pues vas a bailar en cuadrilla o tendré que engrasarte el fondillo—replicó la señorita Esther Clay Boswell.

—¡No lo voy a hacer na! —mascullé yo.

Pero lo dije en voz baja, casi para mis adentros, mientras me alejaba de su mesa. La señorita Boswell me observó atentamente durante el resto del día, como si supiera lo que me proponía.

La mañana siguiente le llevé una nota de mi padre: «Querida señorita Boswell —lo había observado escribir aquella misma mañana—: Mi hijo no sabe bailar en cuadrilla. Por favor, discúlpelo, porque me temo que se descompondrá y empezará a llorar y acabará arruinando el espectáculo. Atentamente…».

La señorita Boswell no dijo nada tras leer la nota. Se limitó a indicarme con un gesto que regresara a mi silla. Pero, a primera hora de la tarde, cuando leyó en voz alta las listas de los asignados al baile de cuadrillas y al trenzado del mayo, hizo una pausa cuando mi nombre salió de su boca.

—No tienes que quedarte en el equipo de las cuadrillas —me dijo—.
Sal al patio con el equipo de trenzado.

Estaba eufórico. Fui corriendo a ocupar mi lugar en la fila, tres cálidos cuerpos por detrás de Gweneth Lawson. Nos preparamos para desfilar.

—Un momento —gritó la señorita Boswell—. Al parecer, ahora tenemos diecisiete conejillos en el equipo de trenzado y quince en el de baile de cuadrillas. Tenemos que igualarlos. —Examinó con detenimiento ambas listas, rascándose la cabeza. Luego repasó una y otra vez la fila de trenzadores, que ya pateaban el suelo—. Señorita Gweneth Lawson, pequeña conejita de cola de algodón, parece que vas a tener que pasarte pal equipo de cuadrillas. Así tendremos ocho parejas de baile… Pero ahora tenemos otro problema. —Recontó con gestos exagerados a los integrantes de las dos cuadrillas de baile—. Tenemos dieciséis bailarines, pero, si los emparejamos, se nos presenta un problema de matemática avanzada. Con nueve niñas y solo siete niños, parece que vamos a tener que pasar a una niña del grupo de cuadrillas al de trenzado del mayo y a un niño del grupo del mayo al de cuadrillas.

Yo esperaba que Gweneth Lawson se ofreciera voluntaria. Pero justo en aquel momento el listo de Leon Pugh le agarró la mano y empezó a bailar el bugui-bugui como si no pudiera esperar a que pusieran en marcha el tocadiscos y diera comienzo el baile.

—Qué pareja tan bonita —observó la señorita Boswell con aire ausente—. A ver, niñas, ¿quién de ustedes quiere unirse al equipo de trenzado?

Siguiendo el ejemplo de Pugh, los siete niños que quedaban agarraron de la mano a las niñas que querían tener como pareja. La flacucha Queen Rose Phipps y la tímida Beverly Hankins fueron las únicas a quienes nadie eligió. Queen Rose soltó una risita nerviosa.

—Queen Rose —dijo la señorita B.—, sé que no te importa trenzar el mayo.

La envió fuera del grupo con un distraído gesto de la regla.
Queen Rose fue corriendo al otro lado del aula y se puso en fila.

—Y ahora —dijo la señorita Boswell—, necesito a un muchacho que quiera bailar en cuadrilla.

Yo no era ajeno al intercambio libre de parejas en los bailes en cuadrillas, aunque Leon Pugh me hubiera batido al reclamar a la compañera que yo habría escogido. Lo único que yo quería era pasar un momento meciendo a Gweneth Lawson entre mis brazos. Levanté la mano despacio.

—No, tú no, conejito —dijo la señorita Boswell—. Tú y tu papá dejaron bien claro que no te gusta bailar en cuadrilla —se golpeó con la regla en la palma de la mano. ¡Zas! ¡Zas! Y luego dijo—: Clarence Buford, sé que un jibarito patón como tú es capaz de bailar en cuadrilla mejor que nadie. Ven aquí y dale un beso a la monada de Beverly Hankins.

—A mí no me gusta ninguna chica —farfulló Buford.

Pero se dirigió al otro lado y se colocó junto a una Beverly Hankins deshecha en risitas.

—Y ahora —dijo la señorita— ¡salgan a ese patio y háganle una bonita trenza a ese mayo!

Empezamos a desfilar. Por encima del hombro, al llegar a la altura de la puerta, divisé a un exultante Leon Pugh girando rápidamente sobre las puntas de los pies. Cantaba en un tono confiado:

«Vi al Señor desde el altar un puñado de rosas a Moisés entregar. Cogí un plátano maduro la piel e hice derrapar la rueda de Ezequiel. Vi a Jack Johnson hurgarse los dientes
Las uñas de Jim Jeffries eran su mondadientes. Nilo abajo remé y una cerca salté».

—¡Agarren a sus parejas! —andaba diciendo la señorita Esther Clay Boswell cuando la puerta de roble se cerró tras nosotros.

Me habían derrotado. Durante casi dos semanas me vi obligado a mantenerme al margen y observar cómo Leon Pugh efectuaba allemandes a la izquierda y dos-à-dos con mi amada Gweneth. Y lo que es aún peor, ella parecía disfrutar. Con todo, debo concederle a Leon el crédito que se merece: era todo un bailarín. En cuestión de días había dominado, y mejorado, los varios giros, reverencias y gestos del baile de cuadrillas. Él saltaba mientras que los demás arrastraban los pies penosamente, hacía girar a las chicas entre sus brazos con ligereza y elegancia, y hacía bromas cuando los otros muchachos se tropezaban con sus propios pies. La señorita Boswell permanecía en pie junto al tocadiscos gritando:

—¡Vamos! Pavonéate un poco, Buford, que pareces un saco´e papas. Mira cómo lo hace Leon. Aprende de él.

Yo me apoyaba en la pared de clase y admiraba a los bailarines, toda vez que mi propio grupo ya había agotado las limitadas variaciones posibles en materia de trenzado del mayo.

Cada noche, en casa, le suplicaba a mi padre que le enviara otra nota a la señorita Boswell, esta vez explicándole que no tenía interés en el mayo. Pero él se resistía a mis súplicas e incluso me amenazó con darme una azotaina si no participaba y le hacía sentirse orgulloso de mí. El verdadero motivo de su irritación era la considerable inversión que ya había hecho para comprarme un traje. La señorita Boswell nos había pedido a todos los alumnos, tanto a quienes bailarían como a quienes trenzaríamos, que nos presentáramos el primero de mayo con trajes adecuados para bailar en cuadrilla. Mi padre me había comprado un pantalón de peto nuevo, una camisa azul, un pañuelo rojo a topos blancos y un sombrero de vaquero. Y no estaba de humor para ceder ante la intensidad emocional de mis nuevas demandas. De hecho, a primera hora de la mañana del primero de mayo se colocó de pie junto a mi cama, con el pañuelo que me había comprado en la mano izquierda y su cinturón de cuero en la derecha, por si por casualidad me venía una fiebre repentina.

Me arrastré pesadamente bajo la cálida mañana azul de primavera hasta la escuela, vestido como un vaquero carnavalesco. Cuando entré en la clase, me apoyé enfurruñado contra la pared y me limité a observar a los otros niños, sus alegres brincos y el alboroto y la emoción con que comparaban sus atuendos. Clarence Buford llevaba un sombrero vaquero y un chaleco marrón sobre una camisa verde con un estampado de revólveres rojos bordados en el cuello. Otro niño, Paul Carter, iba vestido todo de negro, con un pañuelo blanco almidonado sobresaliéndole por el cuello de la camisa. Pero quien captó todas las miradas fue Leon Pugh. Vestía una camisa de cuadros blanca y roja, un pañuelo verde holgado sujeto al cuello con una resplandeciente cabeza de búfalo plateada, unos zahones marrones cosidos sobre las perneras de su pantalón de peto y unas relucientes botas de vaquero marrones con espuelas plateadas que repiqueteaban cada vez que se movía.

En la mano llevaba un sombrero de vaquero marrón con el pliegue cuidadosamente marcado. Anunció su temor a que perdiera la forma y explicó que planeaba ponérselo justo cuando el baile diera comienzo. No permitió a nadie tocarlo. En su lugar, se quedó por ahí, haciendo ruido con las espuelas y alisando el pliegue de su fabuloso sombrero mientras decía en voz alta:

—Mi papá dice que te hace ver bien vayas como vayas vestido. Las niñas estaban mucho más guapas y parecían mucho mayores de la edad que tenían. Incluso Queen Rose Phipps llevaba colorete en las mejillas a juego con su pálida tez. La tímida Beverly Hankins había acudido vestida con una capota a cuadros blancos y azules y un inmaculado mandil azul; parecía una madre del Lejano Oeste. Sin embargo, era Gweneth Lawson, mi Gweneth Lawson, quien destacaba entre el grupo de chicas. Llevaba un largo vestido rojo con capas y más capas de resplandeciente miriñaque blanco que abullonaban su falda de tal modo que parecía flotar. En sus muñecas de color marrón miel resplandecían brazaletes dorados. Un pañuelo de un azul intenso le enmarcaba la cabeza con el embeleso de un cielo estival. Sus zapatos de charol negro relucían como estrellas parcialmente ocultas bajo el rojo y blanco del dobladillo. Permaneció en pie ante nosotros, sonriéndonos, mientras todos la admirábamos maravillados. En aquel momento, yo habría dado el mundo a cambio de conducirla agarrada de mi brazo.

La señorita Boswell nos observó con aprobación desde detrás de su escritorio. Al final, a mediodía, dijo:

—¡Vamos a salir al patio!

Treinta y dos arcoíris vivientes se dirigieron en cascada hacia la puerta. Los trenzadores del mayo formaron una fila. Y los bailarines de cuadrilla formaron otra. La señorita Boswell caminó entre nosotros como un oficial pasándonos revista. Me dio la impresión de que iba a detenerse al pasar junto a mí. Pero continuó con brío, alisando un delantal aquí, extendiendo con saliva el colorete de alguna mejilla allá y agitando un dedo amenazador ante algún niño demasiado nervioso. Luego se golpeó con la regla la palma de la mano y nos condujo al patio. Los alumnos de quinto y sexto ya estaban allí reunidos. En un extremo había una docena de altos postes pintados de los que colgaban largas y finas cintas de crepé verde, azul, amarillo y marrón óxido que flotaban lánguidamente agitadas por la suave brisa primaveral.

—Equipos de los mayos… ¡preparados! —gritó el señor Henry Lucas, el director de nuestra escuela, desde su estrado situado junto a los columpios.

A su lado, estaba el inspector de escuelas (un hombre blanco que, según se informó luego a todas las clases, comentó sobre los bailes de cuadrillas: «Dios mío, estas cuadrillas bailan tan bien que deberían hacer que los blancos nos avergonzáramos de no cuidar más de nuestras tradiciones».)

—Equipos de los mayos… ¡preparados! —volvió a gritar el señor Henry Lucas.

Unos cincuenta niños, entre gritos estridentes, nos apresuramos a agarrar una cinta de crepé de nuestro color favorito. Y a continuación, al ritmo de la música de «Gloria al cielo por la luz y el júbilo de la primavera», tiramos de ellas y las trenzamos en equipos de seis o siete, hasta que todos los mayos quedaron envueltos tan prietos y con tantos colores como las trenzas de la cabeza de Gweneth Lawson. Luego, entre los aplausos de los orgullosos maestros y padres y los silbidos del inspector de escuelas, nos dispersamos felices para regresar a la custodia de nuestros respectivos profesores. Yo permanecí en pie junto a la señorita Boswell, jadeante y tembloroso, pero seguro de haberlo hecho lo mejor que sabía. La señorita Boswell bajó la vista hacia mí y me dijo en voz baja:

—Creo sinceramente que ya le estás cogiendo el ritmo. No le respondí.

—¡Vamos! —les gritó Leon Pugh a los otros niños, al tiempo que agarraba a Gweneth Lawson del brazo y daba unos cuantos pasos sonoros al frente.

—Espera un momento, Leon —susurró la señorita Boswell—. El señor Lucas tiene que cambiar el disco.

Leon suspiró.

—Pero si no salimos ya, los primeros, el resto de los equipos se quedarán con los mejores puestos.

—¡He dicho que se esperen! —ordenó la señorita Boswell.
Leon se enfurruñó. Se acercó un poco más a Gweneth. Lo observé agitar la mano de ella, impaciente. Taconeó el suelo y sus espuelas tintinearon.

La señora Boswell bajó la mirada hacia sus pies.

—Pero ¿qué haces, Leon? —dijo—. No puedes salir ahí con cuchillas en los zapatos.

—No son cuchillas —rezongó Leon—. Son las espuelas que mi hermano, que vive en el Bronx, en Nueva York, me envió especialmente para el baile de hoy.

—Tienes que quitártelas —le dijo la señorita Boswell.
Leon gruñó. Pero se agachó enseguida e intentó arrancarse las espuelas plateadas de los tacones de las botas. No conseguía soltarlas.

—¡No me da tiempo! —dijo, enderezándose de repente—. El señor Lucas acaba de poner el disco.

—Leon, vas a cortar a alguien con esas cosas —dijo la señorita Boswell—. El precioso vestido rojo de la señorita Gweneth Lawson podría quedarse enganchado y ella caerá pal suelo, tan seguro como que yo estoy aquí de pie.

—Pues saldré sin botas —replicó Leon.
Pero la señorita Boswell sacudió la cabeza a un lado y al otro con firmeza.

—Ve corriendo al comedor y pídele al cocinero que te preste un poco de mantequilla o mayonesa. Así te será más fácil soltarlas.

—Hizo una pausa, mirando hacia el patio de tierra negra—. Y, si te pierdes el primer baile, no pasa nada. Habrá un segundo y quién sabe si incluso un tercero. Vamos a sustituirte por un trenzador de los mayos.

Se me aceleró el corazón. Leon lo notó y me fulminó con la mirada. Apretó con más fuerza la mano de Gweneth, que estaba de pie, radiante y sonriendo bajo la encantadora luz del sol primaveral. Leon le soltó la mano y se agachó rápidamente, tirando de las espuelas con la furia de un Sansón.

—Bailarines de cuadrillas… ¡ocupad vuestros puestos! —gritó el señor Henry Lucas.

—¡Coño´e su madre! —gruñó Leon.

—Bailarines de cuadrillas… ¡ocupad vuestros puestos! —volvió a gritar el señor Lucas.

Los alumnos de quinto y sexto curso se distribuyeron apresuradamente entre gritos por el centro del patio. El disco ya hacía sonar la voz aguda e impecable del maestro de ceremonias.

—¡Coño´e su puta madre! —gimoteó Leon.

La señorita Boswell miró a Gweneth, que estaba de pie, sola y abandonada junto a Leon.

—Señorita Gweneth Lawson —dijo la señorita Boswell con voz fría—, es una vergüenza imperdonable que no haya ningún caballero que te saque a bailar.

Yo no recuerdo haberme movido, pero sé que ocupé el centro del patio con Gweneth. Desconozco qué hice allí, pero sí recuerdo observar los movimientos de los demás e imitarlos justo después de que los hubieran hecho. Aun así, no podría decir exactamente cuándo miré a la cara de mi pareja ni lo que vi reflejado en ella. La voz áspera del maestro de ceremonias daba instrucciones y yo las obedecía:

«Alemanda a la izquierda con la mano izquierda
A la derecha de vuestras parejas, círculo completo a derecha e izquierda…»

Y aunque más tarde me dijeron que hice una alemanda a la derecha en lugar de a la izquierda, no recuerdo cometer tal error.

«Pasad junto a vuestras parejas
y agarrad al vuelo a la que vuestro compañero deja…»

Tampoco recuerdo agarrar a ninguna otra chica. Lo único que recuerdo es que, durante las muchas vueltas y pasos frente a frente y espalda con espalda, me descubrí mirando a los cálidos ojos marrones de Gweneth Lawson. Recuerdo que me sonreía. Y recuerdo que se rio al hacer un giro. Y recuerdo que le devolví la risa cuando había pasado una eternidad.

«…ahora un paseo alrededor de la pista, cabeza hacia atrás, y cantad, cantad…»

Recuerdo perfectamente que durante aquel paseo final, antes de que el disco acabara, Gweneth se colocó junto a mí y le dije con una voz mucho más estridente que la del maestro de ceremonias:

—Cuando vaya a Brooklyn, espero verte.
Pero no recuerdo lo que me respondió. Quiero recordar que me sonrió.

Sé que yo sonreí, querida Gloria. Sonreí con su olor a limón y el amor que sentía por ella estallando en todos los recovecos de mi yo más íntimo. Mi plan era saborear todo eso, y así lo hice. Pero cuando llegué a Nueva York, muchos años después, no pensé en Brooklyn. Seguí los senderos viejos, trillados y estables que conducían a la zona alta de Manhattan. Para entonces ya había aprendido a bailar muchos otros tipos de música. Y había olvidado aquel delicioso olor a limón. Pero ahora, cuando escucho música country, a veces pienso en Gweneth. Y aunque me resulta difícil explicártelo a ti, sigo manteniendo que no soy un mero aritmético en el arte del baile de cuadrillas. Soy capaz de desentrañar todos sus cálculos.

«¡Venga ya! —me dirás, respaldada en tu mitología del Norte—. Entiendo que te guste la música disco, el soul melódico e incluso el highlife igbo [5]. Pero el hillbilly no».

Y esos días me siento firme para defender mi postura, pero, como siempre, en voz baja, casi siempre para mis adentros.

 

 

“Por qué me gusta la música country”, primer relato del libro Espacio Vital una colección de doce relatos de James Alan McPherson, publicado por la editorial consonni, enero 2023 Licencia CC BY-NC-ND 4.0. Los textos, edición, traducciones e imágenes pertenecen a sus autoras/es.

James Alan McPherson (1943-2016) es el autor de Hue and Cry, Railroad y Espacio vital, que le mereció el Premio Pulitzer en 1978, convirtiéndose en el primer escritor afroamericano en lograr este premio. Sus ensayos y relatos breves aparecieron en multitud de publicaciones periódicas, como The New York Times Magazine, Esquire, The Atlantic Monthly, Newsday, Ploughshares, The Iowa Review o Double-Take, así como en antologías como los volúmenes de The Best American Short Stories, The Best American Essays y O. Henry Prize Stories. McPherson recibió una Beca Guggenheim y una Beca MacArthur y ejerció como profesor de lengua inglesa en el Iowa Writers’ Workshop de Iowa City.

 

***

[1] El buckdancing es un baile folclórico de softshoe (claqué con zapatos que no están reforzados con láminas de metal) que se originó entre los afroamericanos del Sur de Estados Unidos durante la era de la esclavitud. (N. de la t.)
[2] Hillbilly es un término peyorativo usado en Estados Unidos para definir a los habitantes de ciertas áreas remotas, rurales o montañosas. En concreto, el término se usa para designar a los residentes de los Apalaches, cordillera montañosa que corre en paralelo a la Costa Este de los Estados Unidos. Por extensión, hillbilly se refiere también a la música tradicional propia de estas zonas, que se encuentra en la base del bluegrass y el country. (N. de la t.)
[3] «Dixie» es una canción popular en el Sur de Estados Unidos. Probablemente cimentó la palabra «dixie» en el vocabulario estadounidense como un apodo para el Sur de Estados Unidos. (N. de la t.)
[4] Según el DRAE: «Árbol o palo alto, adornado de cintas, frutas y otras cosas, que se ponía en los pueblos en un lugar público, adonde durante el mes de mayo concurrían los mozos y mozas a divertirse con bailes y otros festejos». (N. de la t.)
[5] El highlife igbo es una mezcla de sonido igbo tradicional y highlife (música caracterizada por su sección de vientos jazzy y la utilización de múltiples guitarras para liderar la banda). La música se reproduce con instrumentos locales y modernos con una guitarra solista. Las canciones son melodiosas, llenas de mensajes y letras repetitivas. (N. de la t.)

 

 

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