El tema de cómo las ideologías de lo bello se han definido por, para, y la mayor parte de las veces, en contra del pueblo negro continúa teniendo una importancia crucial. Al mismo tiempo, no puedo estar más en desacuerdo con el argumento, ampliamente difundido, de que, al precisar de planchado, la permanente no es sino un penoso remedo del cabello del blanco, o lo que es lo mismo, un estado enfermo de conciencia negra. Creo que si se equipara la permanente con las cremas para blanquear la piel es para subrayar el peligro potencial para la salud que a veces se asocia con los elementos químicos de los productos alisadores del cabello. Al exagerar ese riesgo marginal se construyen los fundamentos morales de unos juicios que se extrapolan a supuestos sobre la salud o la enfermedad mental. Esa fusión de juicio moral y estético está en la base del modo en que el artículo menciona igualmente —con horror y repugnancia— el supuesto recurso de Jackson a la cirugía plástica para dar a sus facciones una «apariencia más europea».
Las reacciones frente a los sorprendentes cambios de imagen de Jackson han generado un cúmulo de críticas cotidianas acerca de las políticas culturales de raza y estética. Hay quien interpreta el recurso de Jackson a la violencia glamurosa de la cirugía para transformar sus rasgos raciales como la expresión estrafalaria de un deseo por alcanzar la fama haciéndose blanco: una traición desracializadora, síntoma macabro de una conciencia negra psicológicamente mutilada. De ahí que, en relación con el incidente a que aludíamos, la desgracia del cantante se interpretara como un castigo a la artificialidad profana de su imagen; después de todo, los causantes de que su cabellera se incendiara fueron unos productos químicos.
Y aunque el artículo no prescribía peinados asimilables a una autoimagen negra positiva, o a un estado de subjetividad negra políticamente sana, al reiterar el eslogan de los años sesenta Black is Beautiful daba a entender que los peinados que evitan el artificio y se consideran naturales, como el cabello afro o el pelo rasta, son más auténticamente negros y, por ende, estarían ideológicamente más en la onda. No obstante, es demasiado tarde para limitarnos a repetir los eslóganes de una era ya periclitada. Aquel eslogan ha perdido su resonancia política de antaño del mismo modo que el pelo afro, popularizado en los Estados Unidos durante el período del Black Power, se vio a su vez desplazado en la década de los setenta por una serie nueva de peinados negros de los cuales la permanente de rizos es tan solo uno de los más populares. Tanto si los resultados nos importan como si no, esos cambios han quedado registrados en las mutaciones estilísticas de Michael Jackson, siendo obvio que su fama denota algún tipo de transformación, un signo de los tiempos, en las motivaciones de las políticas culturales negras. Pero, ¿cómo interpretar esos cambios? ¿Y qué relación tienen las transformaciones en el vestir, en el estilo y en la moda con las nuevas circunstancias políticas, económicas y sociales vividas por los negros en la década de los ochenta?
Pero antes de iniciar la exploración de esas problemáticas siento la necesidad de despsicologizar la cuestión del alisado del cabello y reconocer el estilo del pelo por lo que es: una actividad y una práctica específicamente cultural. En ese sentido, necesitaremos tratar históricamente cómo tantas y tan diferentes hebras —económicas, políticas, psicológicas— han ido entretejiéndose en la textura rica y compleja de nuestra crespa cabellera hasta hacer que temas que tienen que ver con el estilo acaben poseyendo una carga equivalente a las cuestiones más candentes de nuestra auténtica identidad. En los tipos de imagen que adoptamos en nuestra vida diaria, la forma y el estilo que damos a nuestro cabello son susceptibles de verse como expresiones individuales del yo y como encarnaciones de normas, convenciones y expectativas sociales. Al considerar los dos aspectos y centrarnos en su interacción nos topamos con un interrogante cuya aparición antecede a cualquier consideración psicológica: ¿por qué volcamos tanta energía creativa en nuestro cabello?
Es difícil pasar por alto la omnipresencia de barberías y salones de peluquería en los vecindarios negros: la abundancia de productos para el cuidado del cabello o de publicidad dedicada a estimular su venta y, particularmente entre los jóvenes, la habilidad y la meticulosidad que se emplean en los estilos que vemos en las calles. ¿A qué se debe esa inversión de tiempo, dinero y energía en dar forma a nuestro peinado?
Una perspectiva fundada en trabajos teóricos sobre las subculturas [2] permitiría abordar la cuestión del estilo como un medio con el que expresar las aspiraciones de una población que, como la negra, queda excluida de acceso a instituciones sociales oficiales de representación y legitimación en las sociedades urbanas e industrializadas del Primer Mundo capitalista. En este ámbito, los pueblos negros de la diáspora africana han desarrollado unos patrones de estilo diferenciados, por no decir únicos, en todo un espectro de prácticas que cubre la música, el habla, la danza, las formas de vestir e incluso la cocina, y que cabe entender políticamente como respuestas creativas a la experiencia de opresión y desposeimiento. En ese sentido, habrá que juzgar el estilo del cabello de los negros como una forma de arte popular que ofrece una diversidad de soluciones estéticas a un espectro de problemas creados por ideologías de raza y racistas.
Nudos en las raíces y puntas abiertas: el cabello como material simbólico
En tanto que materia orgánica fruto de procesos fisiológicos, el cabello humano sería un aspecto natural del cuerpo. Y sin embargo, jamás se limita a la condición de mero hecho biológico, pues casi siempre son manos humanas las que lo cuidan, preparan, cortan, ocultan y, por lo general, lo trabajan. Dichas prácticas socializan el cabello, convirtiéndolo en un medio de afirmaciones categóricas sobre el yo, la sociedad y los códigos de valor que vinculan —o no— al uno con la otra. Así entendido, el cabello no sería más que una materia prima, sometida a un procesamiento constante a manos de unas prácticas culturales que, de ese modo, le confieren significados y valor.
El valor simbólico del pelo resulta quizá más fácil de apreciar en prácticas religiosas. Así, en el cristianismo o en el budismo afeitarse la cabeza es signo de renuncia al mundo, y dejar crecer el cabello lo es de fuerza espiritual interna entre los sijs. Creencias relativas al género son igualmente evidentes en prácticas tales como la ocultación del rostro y el cabello en la mujer para simbolizar modestia [3]. Allá donde la raza articula relaciones sociales de poder, el pelo —tan visible como el color de la piel, pero también el signo más tangible de diferencia racial— adquiere otra dimensión simbólica de peso. Si el racismo se concibe como un código ideológico en el que los atributos biológicos están investidos de valores y significados sociales, es precisamente porque nuestro cabello se percibe dentro de un marco como ese que está cargado con un espectro de connotaciones negativas. Las ideologías de raza clásicas establecieron un sistema simbólico de clasificación del color por el que negro y blanco son significantes de una polarización fundamental del valor humano, la de superioridad/ inferioridad. Las distinciones de valor estético —hermoso/feo— han sido siempre esenciales en la forma en que el racismo divide el mundo en oposiciones binarias a la hora de asignar el valor humano.
Y aunque las ideologías de raza dominantes (y su forma de dominar) hayan cambiado, el legado de su racismo biologizante y totalizador sigue presente en comentarios habituales sobre el cabello. Al hablar de buen pelo refiriéndose al cabello de una persona negra lo que se quiere decir es que ese pelo presenta una apariencia europea, que es liso, ni demasiado rizado ni tan ensortijado. Más significativa aún es la frecuencia con la que los rasgos inherentes a nuestro cabello son descritos mediante expresiones como lanudo, basto o, sin tantos circunloquios, directamente como pelo de negro. Esos términos no se oyen únicamente en las peluquerías, sino con mayor intensidad cuando nace un bebé y todo el mundo escudriña su cabello para predecir cómo saldrá [4]. La precisión peyorativa de la rotunda expresión pelo de negro indica a las claras que, dentro de la codificación bipolar del racismo, el cabello de los negros ha estado históricamente devaluado como el estigma más visible de lo negro, solo después de la piel.
En los discursos de racismo científico que se desarrollaron en Europa en los siglos dieciocho y diecinueve en paralelo a la trata de esclavos, las variaciones en la pigmentación, el cráneo y configuración ósea y la textura del cabello en las diferentes especies de «hombre» se tomaban como signos a identificar, nombrar, clasificar y organizar en una jerarquía de valor humano. Esa organización de diferencias construía un régimen de verdad que validaba la presunción de superioridad europea e inferioridad africana por parte de la Ilustración. En ese proceso, las diferencias raciales se designaban —como las taxonomías científicas de plantas, animales y minerales— en latín, consumando así una apropiación del mundo dentro del lenguaje de Occidente. Y mientras se acuñaba el sustantivo negro para denominar todo lo que Occidente no era, la ilusión narcisista occidental de superioridad optaba por el término caucásico para designarse. «Fredrich Bluembach introdujo esa palabra en 1795 para designar a los europeos blancos en general, al pensar que las laderas del Cáucaso [montañas de la Europa oriental] eran el hogar originario de la especie europea más hermosa [5]. La evidente arbitrariedad de esta denominación primigenia pone de manifiesto cómo una dimensión estética, para la cual los negros eran la negación o anulación absoluta de lo bello, ha estado siempre entrelazada con la racionalización del sentimiento racista.
La asunción de que lo blanco era la medida de la auténtica belleza, condenando al Otro no europeo a la fealdad eterna, es asimismo constatable en imágenes de raza expresadas en la cultura decimonónica. En el estereotipo de Sambo, y su equivalente británico, el golliwog [6], el cabello encrespado del personaje apunta a un aspecto esencial de la iconografía de la inferioridad. Tanto en los libros infantiles como en los espectáculos itinerantes de vodevil se ridiculizaba el cabello «lanudo»; de igual modo se parodiaba la forma de hablar de la población negra tanto en los musicales populares como en la novela del siglo XIX para poner de manifiesto los pintorescos modos y el «atraso cultural» de los esclavos.
Pero la estigmatización del pelo de los negros no adquirió su intransigencia histórica como una simple idea: estudiando las sociedades del Nuevo Mundo creadas sobre la base de la economía de la trata de esclavos —principalmente en Estados Unidos y el Caribe— observamos que ahí donde la «raza» es un elemento constitutivo de la estructura y división sociales, el cabello mantiene toda su carga simbólica. Las sociedades de plantación instituyeron una pigmentocracia, es decir, una división del trabajo basada en la jerarquía racial, en la que era posible establecer la posición socioeconómica de cada cual en base al color de su piel. El relato que Ferdinand Henriques hace de la familia, la clase y el color en la Jamaica poscolonial pone de manifiesto que ese nexo de color/ clase continúa articulando una diversidad de categorías étnicas horizontales dentro de un sistema vertical de estratificación de clases. Su estudio llama la atención sobre las formas en las que el sistema residual de valor del sesgo blanco —cómo se valoran las etnicidades en función de su aproximación a lo blanco— operan como fundamento ideológico para la adscripción de estatus. En la base de este sistema de valor, los elementos —culturales o físicos— africanos son devaluados como indicativos de un estatus social bajo, mientras los europeos se valoran positivamente como atributos facilitadores de movilidad individual ascendente [7].
Por su parte, Stuart Hall pone el acento en la naturaleza compuesta del sesgo blanco —que él denomina escala étnica— dado el entrelazamiento de elementos fisiológicos y culturales en la simbolización del estatus social de cada individuo. En razón de ello, las oportunidades de movilidad social vienen dadas por la posición de cada uno dentro de la escala étnica, lo que obliga a abordar no solo factores socioeconómicos tales como la riqueza, los ingresos, la educación o el matrimonio, sino también otros elementos de simbología de estatus no tan fáciles de alterar, como son la forma de la nariz o el grado de negrura de cada cual [8]. En la complejidad de este código social, el cabello funciona como un «significante étnico» clave, ya que, al contrario que otros rasgos corporales o faciales es más fácilmente transformable mediante prácticas culturales como el alisado. Atrapado en el umbral entre el yo y la sociedad, entre naturaleza y cultura, por causa de su maleabilidad, el cabello se convierte en una zona sensible de expresión. Es en relación con este marco histórico y sociológico que debemos evaluar la economía personal y política de los estilos de cabello negros. Ideologías hegemónicas, como la del sesgo blanco, no dominan únicamente por vía de una universalización de valores de grupos sociales/étnicos hegemónicos que hace que dichos valores se asuman en todas partes como la norma: a un nivel subjetivo, su hegemonía y pervivencia histórica se sustenta en cómo las ideologías construyen unas posiciones en base a las cuales los individuos reconocen aquellos valores como un elemento constitutivo de su identidad personal.
Discursos de nacionalismo negro, como el de Marcus Garvey, han reconocido siempre que el racismo opera animando a la devaluación de lo negro por parte del propio sujeto negro, y que el requisito previo a una política de resistencia y reconstrucción ha de ser un sentido recentrador del orgullo. Pero correspondió a Frantz Fanon aportar el primer marco sistemático para un análisis político de las hegemonías raciales en el nivel de la subjetividad negra [9]. Para Fanon, las preferencias culturales por todo lo blanco eran síntoma de «inferiorización» psíquica, por lo que habría coincidido con la visión de Henriques del alisado como «una expresión activa del sentimiento de que [el alisado] tiende a europeizar al individuo».
Unos argumentos que ganaron peso durante la década de los sesenta con el surgir del estilo afro como símbolo del Orgullo Negro y del Poder Negro. Y sin embargo, al contemplar el estilo del pelo de cada persona como indicador directo de su conciencia política, este tipo de argumento tiende a dar más prioridad al yo que a la sociedad, así como a ignorar la dialéctica intermediada y a menudo contradictoria que existe entre ambos. El poema de Cheryl Clarke Hair: a narrative (El pelo: Una narrativa) muestra cómo el tema de la relación entre autoimagen y alisado del cabello se encuentra invariablemente impregnada de ambigüedad emocional. Clarke describe una experiencia que combina placer y dolor, vergüenza y orgullo: los aspectos negativos del método de sosa caliente y peine de acero quedarían compensados por la amistad e intimidad desarrollada entre ella y su peluquera que, «combatiendo esa guerra de nudos, esa metamorfosis ardiente… me enseñó arte, me proporcionó buenos consejos, me dio palabras, me hizo amar algo de mí misma» [10]. Otro problema de los actuales razonamientos en contra del alisado es que rara vez tienen realmente en cuenta lo que la gente piensa y siente sobre ese procedimiento.
Como alternativa, sugiero que si nos planteamos el estilo del pelo como una práctica estética inscrita en la cotidianidad, todos los estilos negros de peinado serán políticos, en la medida en que plantean respuestas a la variedad de fuerzas históricas que han dotado de sentido a este elemento del significante étnico y le han conferido importancia tanto en lo personal como en lo político.
Con sus principios organizadores de determinismo biológico, el racismo primero politizó nuestro cabello cargándolo con todo un espectro de sentidos sociales y psicológicos negativos. Desvalorizadas como problema, cada una de las abundantes prácticas de estilo llamadas a influir en ese elemento de diferenciación étnica articula siempre un gran número de soluciones diversas. Mediante el estilo estético, lo que cada estilo de peinado negro busca es revalorizar el significante étnico; y el significado político de cada rearticulación de valor y sentido dependerá de las condiciones históricas en las que surge cada estilo.
J. D. Okhai Ojeikere
No podemos desdeñar la importancia histórica de los peinados afro y rasta como señal de ruptura o brecha liberadora frente al sesgo blanco. Pero, ¿fueron realmente tan radicales como soluciones a la problematización ideológica del cabello de los negros? Lo fueron: en sus contextos históricos contrapolitizaron el significante de desvalorización étnica redefiniendo lo negro como atributo positivo. Dicho lo cual, es posible que visto de otro modo no lo fueran pues, en un lapso de tiempo relativamente breve, ambos estilos se vieron rápidamente despolitizados e incorporados, con diversos grados de resistencia, a las modas hegemónicas de la cultura dominante. En mi opinión, nos encontramos aquí ante dos lógicas del estilo negro, una que subraya la apariencia natural y otra que, mediante el alisado, pone el acento en el artificio.
Naturaleza/cultura: yendo y viniendo entre la imitación y la dominación
Al igual que nuestra piel, el pelo es una superficie altamente sensible en la que definiciones enfrentadas de lo bello se despliegan belicosamente. La pluralidad de factores determinantes de esta ambivalencia natural/cultural queda ilustrada en la siguiente descripción de alisado del cabello en boca de una peluquera jamaicana: «Se aplica entonces aceite caliente, masajeando bien el cabello para prepararlo para el champú. Secamos después el pelo dejándolo ligeramente húmedo, y aplicamos luego la grasa. Cuando el pelo esté completamente seco, se empieza a cultivar con ayuda de un cepillo térmico… Con el pelo ya alisado, le aplicamos la plancha rizadora. A la mayor parte de la gente le gusta que tenga un rizo suave, ondulado, en lugar de que caiga completamente lacio» [11].
Su metáfora del cultivo resulta elocuente por el sentido que transmite en dos direcciones opuestas. Por un lado, recuperando la lógica negativa del sesgo blanco: cultivar supone transformar lo que se encuentra en forma asilvestrada en algo dotado de un uso y valor social, igual que se domestica un bosque para convertirlo en campo de cultivo. En otras palabras: en su estado natural originario, el pelo negro carecería de valor estético inherente, habiendo que trabajarlo para conseguir hacerlo bello. Pero, por otro lado, todo cabello humano se cultiva de ese modo al no ser otra cosa que una materia prima de prácticas, procedimientos y técnicas rituales de escritura cultural e inscripción social. Además, al sacar a relucir otros aspectos del proceso de estilo que subrayan su especificidad como práctica cultural —las habilidades de la peluquera, las opciones de la clienta—, la ambigua metáfora nos alerta sobre el hecho de que ninguna persona tiene un cabello totalmente natural, sino que este se ve siempre conformado o reconformado por la convención social y la intervención simbólica.
Ese delicado binomio de naturaleza/cultura es crucial para analizar el surgimiento del pelo rasta o el estilo afro como afirmaciones politizadas de orgullo, así como su eventual disolución en la corriente mayoritaria y convencional. Para reconstruir la semiótica y la economía política de esos peinados negros tendremos que examinar su relación con otros elementos de vestido y con el contexto histórico general en los que cada estilo global nace. En el caso concreto del afro, una pista relevante radica en sus denominaciones, pues el afro fue también conocido como peinado natural.
La condición intercambiable de ambas denominaciones no es baladí, toda vez que los dos peinados representaban la adopción de una estética natural como código ideológico alternativo, dotado de valor simbólico. La naturalidad del afro radicaba en el rechazo que suponía tanto de los estilos planchados como del cabello corto: su rasgo distintivo era la longitud del cabello. Con ayuda de un peine de púas largas o peine afro se estimulaba el crecimiento del cabello hacia arriba y hacia los lados para conseguir su característica forma redondeada. Su forma tridimensional encarnaba el vínculo significante con su estatus como signo del Orgullo Negro. Su morfología sugería una cierta dignidad en la postura del cuerpo, ya que para lucir un afro hace falta alzar con orgullo la cabeza, siendo imposible lucir el peinado naturalinclinándola con vergüenza. Como Flugel señala en relación con los tocados ceremoniales y coronas regias, las dimensiones enfáticas de dichos elementos confieren a quien los porta un sentido de presencia, dignidad y majestad, magnificando las dimensiones aparentes de su cuerpo y conformando en consonancia su movimiento corporal logrando que transmitan estatura y gracia [12]. De forma parecida, con el afro llevábamos corona, hasta el punto de que cuanto mayor fuera el afro, mayor el grado de contenido negro de la conciencia de uno.
A través de su lógica natural, el afro buscaba una solución que apuntaba a la fuente del problema. Al poner el énfasis en la longitud que alcanza el cabello cuando se deja que crezca de forma natural y libre, el estilo contravalorizaba atributos de ensortijamiento y encrespamiento, transformando el estigma de vergüenza en emblema de orgullo. Su nombre sugería un vínculo entre África y naturaleza, implicando una postura de oposición a todo tipo de técnica artificial, como si todos los elementos de artificialidad emularan ideales estéticos eurocéntricos e identificativos con lo blanco. La economía oposicional del afro descansaba asimismo en sus conexiones con formas de vestir adoptadas también por movimientos políticos del momento.
Frente a la exigencia de derechos civiles que garantizaran la igualdad racial en el marco social dado, el objetivo más radical y de más largo alcance en pro de una liberación y libertad totales consiguió su influencia identificándose y solidarizándose con las luchas anticolonialistas y antiimperialistas surgidas en las naciones que emergían en el Tercer Mundo; y a cierto nivel, esa orientación política otra del Black Power recurría al lenguaje de la ropa para proclamarse.
Black Panthers Party
El atuendo de guerrilla urbana de los panteras negras —cuello vuelto, chaquetas de cuero, gafas oscuras y boinas— codificaba un uniforme de protesta y militancia, valiéndose para ello de las connotaciones de un denominador común: el color negro. Las boinas de los pantera negras invocaban la solidaridad con los medios, a menudo violentos, del antiimperialismo, mientras que al ocultar la identidad frente al enemigo, las gafas negras conferían un cierto misterio político y una romántica aureola de peligrosidad. Pero el afro se enmarcaba además en todo un espectro de tipos excéntricos de ropa que se asociaban con el nacionalismo cultural y que con frecuencia estaban influidos por los códigos de vestir de organizaciones musulmanas negras de finales de los cincuenta. Aquí, elementos de la ropa tradicional africana —túnicas o dashikis, turbantes, cuentas y bordados elaborados— indican en todos los casos que los negros estaban saliéndose de la occidentalidad, identificándose con todo lo africano como alternativa positiva frente a ella. Reinterpretar hoy aquellos movimientos políticos de transformación desde la óptica del estilo y la ropa podría resultar superficial, pero no debemos olvidar que, al filtrarse por medios de comunicación de masas como la televisión, esos estilos contribuyeron a dar visibilidad creciente a las luchas emprendidas por los negros en la década de los sesenta. En su condición de elementos de la vida cotidiana, esas formas negras de peinarse y vestirse contribuían a recalcar unos formidables cambios en las aspiraciones populares y participaban de una lógica de ruptura populista.
Como su propio nombre sugiere, el afro simbolizaba un vínculo reconstituyente con África integrado dentro de un proceso contrahegemónico que contribuía a redefinir a un pueblo diaspórico no como negro, sino como afroamericano. El surgimiento del llamado pelo rasta supuso una sacudida similar. En su condición de primo criollo del afro, el pelo rasta habla de orgullo y empoderamiento por amor hacia su asociación con el discurso radical de los rastafaris, quienes como el Black Power estadounidense instauraron un redireccionamiento de la conciencia negra en el Caribe [13]. Dentro de los preceptos impuestos por la doctrina rastafari, el pelo rasta encarna una interpretación de un mandato religioso, bíblico, que prohíbe cortar el cabello (siguiendo una lógica idéntica a la de los sijs). Sin embargo, al popularizarse a una escala social masiva —gracias, sobre todo, a la militancia creciente del reggae—, su lógica rasta planteaba un embellecimiento de lo negro sorprendentemente parecido al de la lógica estética del afro.
Jamaican reggae star Bob Marley (1945 – 1981). (Photo by Keystone/Getty Images)
El pelo rasta asume también lo natural en su celebración de la propia materialidad de la textura del pelo de los negros, pues el de los negros es el único tipo de pelo susceptible de trenzarse de esa forma tan característica. Y si la semiótica de orgullo del afro se basaba en su forma redondeada, las trenzas contravalorizaban el encrespamiento del pelo negro a través de ese proceso de trenzamiento que no suele estar al alcance de los blancos, cuyos cabellos no alcanzan de forma natural esas formas y hebras de apariencia tan orgánica. Y ahí donde el afro connotaba una conexión con África a través del nombre y de su asociación con discursos políticos radicales, el pelo rasta encarnaba de forma parecida un vínculo simbólico entre su apariencia natural y África a través de su reinterpretación de la narrativa bíblica que identificaba Etiopía con «Sión» o la Tierra Prometida. Con niveles variables de énfasis, los dos estilos apelan a la naturaleza, consolidando a África como símbolo de oposición personal y política a la hegemonía que Occidente detenta frente al resto; ambos defendían una estética de la naturaleza opuesta al artificio representado por la corruptora influencia eurocentrista. Pero la naturaleza nada tiene que ver con ello, ya que ninguno de los dos estilos de peinado habían surgido de forma natural, como esperando a que alguien los encontrara: fueron cultivados estilísticamente y construidos políticamente en un momento histórico específico como parte de una contestación estratégica a la dominación blanca y al poder cultural de lo blanco. Esos estilos aspiraban a liberar la materialidad del pelo negro de las cargas que la ideología racista le había transmitido. Pero sus respectivas lógicas de significación, los vínculos que planteaban entre lo natural, África y la libertad como meta, se fundamentaban en algo que no era sino una inversión táctica de la cadena de equivalencias articulada por el sistema eurocéntrico del sesgo blanco. Ya vimos cómo el determinismo biológico de la ideología racista clásica politizaba, antes que cualquier otra cosa, nuestro cabello: su lógica de desvalorización de lo negro lo devaluaba drásticamente, vedándole el acceso a los regímenes dominantes de la verdad de la belleza. Esa desnegación estética presentaba una dependencia lógica de unas relaciones previas de equivalencia que planteaban las categorías África y naturaleza como igualmente contrarias a esa ilusoria autoimagen de Europa que aspiraba a monopolizar toda pretensión de belleza.
La equiparación de las dos categorías dentro del pensamiento eurocéntrico partía de la suposición de que los africanos carecían de una cultura o civilización dignas de tal nombre. Filósofos como Hume y Hegel validaron dichas presunciones, legitimando al hacerlo la visión de que África se hallaba fuera de la historia, sumida en un «estado de naturaleza» salvaje y sin pulir. Y aunque ciertas reflexiones sobre estética de la Ilustración no veían en el negro sino la revocación de sus conceptos de belleza, Rousseau y con posterioridad, en los siglos dieciocho y diecinueve, el romanticismo y el realismo consideraron, por el contrario, la naturaleza como la fuente de todo aquello que era bueno, verdadero y hermoso. Y el negro no era nada de eso. Pero invirtiendo el orden simbólico de la polaridad racial, la estética de naturaleza que avala tanto al afro como al pelo rasta estaría en condiciones de negar la negación, de dar la vuelta al sesgo blanco y, por ende, de revalorizar como positivo todo lo que en otro tiempo había quedado devaluado como anulación de estética, otorgando así al sujeto negro la posibilidad de acceder —obviamente, solo en el siglo veinte— a ese nivel de idealización o autovaloración estética que hasta entonces le había sido negado por inconcebible. La radicalidad del eslogan de los sesenta Black Is Beautiful (Lo negro es hermoso) reside en la función de la cópula lógica es, pues señalaba la afirmación ontológica de nuestro encrespado pelo de negro, rompiendo la barrera de negación simbolizada en aquella aseveración de El Cantar de los Cantares que Europa había reescrito (en la versión de la Biblia del Rey Jaime) de «Yo soy negra pero hermosa» [14].
No obstante su radicalidad, aquel contraataque, su inversión táctica de categorías, tenía sus limitaciones. Un motivo podría ser que aquella naturaleza que se invocaba no era en absoluto un término neutral, sino una idea repleta de carga ideológica creada por una lógica binaria y dual originada en la cultura europea. La naturaleza que aquí entra en juego para significar con tanta efectividad un ansia de liberación y de libertadera también un legado occidental, cimentado con referencias simbólicas a tradiciones científicas, filosóficas y artísticas. Pero además, esa categoría ideológica ha sido fundamental para la hegemonía ejercida por Occidente sobre el resto; la burguesía decimonónica buscaba legitimar la división imperial del mundo recurriendo para ello a mitologías que aspiraban a universalizar, eternizar y, en consecuencia, naturalizarsu poder. La táctica contrahegemónica de inversión se apropiaba de una versión específica romántica que entendía la naturaleza como un medio para el empoderamiento del sujeto negro; pero al permanecer dentro de una lógica dual de oposición binaria (a Europa y al artificio), el momento de la ruptura se veía limitado por el hecho de que lo que se ponía en juego no era sino un África imaginaria.
*Este texto es la primera parte de Pelo negro. Políticas del estilo de Kobena Mercer. Leer la segunda parte aquí
[1] The Black Voice, ponencia del Black Unity and Freedom Party, 3 de junio de 1983, Londres.
[2] JEFFERSON, TONY Y HALL, STUART (editores): Resistance through Rituals Hutchinson, Londres,1975; y Hebdige, Dick: Subculture, Methuen, Londres, 1979.
[3] HALLPIKE, C. R.: «Social hair», en Polhemus, Ted (ed.): Social Aspects of the Human Body, Harmondsworth: Penguin, Londres, 1978; en relación con el velo, ver FANON, FRANTZ: «Algeria unveiled», en A Dying Colonialism, Harmondsworth: Penguin, Londres, 1970.
[4] Soy consciente de que ese tipo de ansiedad se intensifica cuando se habla del sujeto mestizo: «Todavía me las tengo que ver con gente que toca mi cabello “suave”, “suelto” u “ondulado” como si al tocarlo fueran a confirmar algo. Tengo la impresión de que durante los años sesenta mis opciones eran mantenerlo corto y, en consecuencia, menos visible, o eliminar el rizo: entonces quizás parecerás italiano, o algo así» en Mclintock, Derrick: «Colour», Ten.8, nº22, 1986.
[5] MOSSE, GEORGE: Toward the Final Solution: a history of European racism Dent Londres, 1978, p. 44.
[6] El Sambo y el golliwog son personajes infantiles que tienen su origen en la literatura norteamericana y británica del siglo XIX y que enfatizan y ridiculizan los rasgos atribuidos a la raza negra (N. del T.).
[7] HENRIQUES, FERDINAND: Family and Colour in Jamaica, Seeker & Warburg Londres, 1953, pp. 54-55.
[8] HALL, STUART: «Pluralism, race and class in Caribbean society», en Race and Class in Post-Colonial Society, UNESCO, Nueva York, 1977, pp. 150-82.
[9] FANON, FRANTZ: Black Ski, White Masks, Pluto Press, Londres, 1986.
[10] CLARKE, CHERYL: Narratives: poems in the tradition of black women, Kitchen Table/Women of Colour Press, Nueva York, 1982. Ver también Chinzera, Ayoka (director): Hairpiece: A Film for Nappy-Headed People, de Circles, 112 Roman Rd, Londres, 1982.
[11] HENRIQUES, FERDINAND: Óp. cit., p. 55.
[12] FLÜGEL, JOHN C.: The Psychology of Clothes, Hogarth Press, Londres, 1976.
[13] En relación con las conexiones entre el Black Power y los Rastafari, ver Rodney, Walter: The Groundings with my Brothers, Bogle-L’Ouverture Publications, Londres, 1968. pp. 32-33.
[14] En relación con la idea de África como «anulación» de las nociones eurocéntricas de belleza, ver: Miller, Christopher: Blank Darkness:- Africanist discourse in French, University of Chicago Press, Londres y Chicago, 1985. En relación con los sistemas de equivalencia y diferencia en las luchas hegemónicas, ver: Laclau, Ernesto: «Populist rupture and discourse», Screen Education, nº34 (primavera 1980) y Laclau, Ernesto Y Mouffe, Chantal: Hegemony and Socialist Strategy, Verso, Londres, 1985.
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Kobena Mercer. Profesor de Historia del Arte y Estudios Afroamericanos en la Universidad de Yale. Autor de publicaciones sobre artistas como Adrian Piper o Isaac Julien, y editor de la serie Annotating Art’s Histories series con títulos como Modernisms (2005) y Exiles, Diasporas & Strangers (2008). Entre sus publicaciones más recientes destaca The Cross-Cultural and the Contemporary, in 21st Century: Art of the First Decade, (2011).
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