Donato Ndongo

En mis recuerdos de los años mozos, un proemio abría siempre un poemario. Aquí va el mío: para decir que no soy poeta. Lo confesé siempre, y así lo expresé en mi Antología de la literatura guineana, donde se colaron “dos poemas de juventud y dos poemas rabiosos”. No es modestia. Todo escritor tiene alma de poeta, obligado a captar la vida con ojos sensibles. A mí me faltó oficio, dedicación; así, desde la legitimidad y la honestidad, me considero indigno de gozar del dulce arropo de las musas del Parnaso. Mi inveterada sumisión a la literatura como arte frena el autoengaño; y mi reverencial concepción de la ética como complemento indisociable de la estética se resiste a dar gato por liebre. Como prediqué en todo lugar y circunstancia, ni concibo el oficio de escribir como simple pasatiempo de gente ociosa, ni su producto puede relegarse a mero entretenimiento para los vientres bien nutridos consumidores de bienes culturales. Si, desde tal criterio, la obra literaria debe trascender su función lúdica para ser vehículo de relevante utilidad en la necesaria formación y transformación de nuestras mentes –como lo fue indudablemente en otras sociedades en diferentes épocas y lugares– inevitable que me haya consumido en la duda permanente sobre la calidad estética y funcional de mis versos. Alguien lo recordará: concité la inquina de más de un versificador patrio –se complacían exhibiendo impúdicos ante ojos ignaros sus autoimpuestos laureles de “intelectual”– por sostener que no basta rimar amor con dolor para proclamarse poeta. Considero la lírica algo más sólido y profundo que la endeble sensiblería. Al perseguir una ética literaria que ofrezca frutos maduros, en lugar de inseguros balbuceos de adolescentes pretenciosos, la duda se hace eterna: ¿tendrán interés estos trazos intimistas, pergeñados a vuelapluma, sin ambición ni elaboración alguna?

Excrecencias del espíritu plasmadas desde joven –como tantos millones de seres– de méritos más que inciertos. Tampoco considero extraordinarias ni la temprana afición de leer poesía, ni la sana curiosidad –y la suerte– que me facilitaron la estimulante compañía de poetas verdaderos y me condujeron a frecuentar tertulias –sin encasillarme nunca en ningún cenáculo– cuando éramos más inocentes… y la vida un sueño que invitaba a soñar. Alguno de aquellos contertulios tempranos son hoy bardos celebrados y laureados. Citaré a dos. El resto, compañeros del alma, amigos entrañables, alguno afamado, permanecen en mi recuerdo y en mis afectos: Jaime Siles –juntos aprendimos a desentrañar a Rubén Darío, Jorge Guillén y Antonio Machado– y el malogrado Claudio Rodríguez, de cuya mano la poesía descendió de las musas siderales para ser, ante todo, vida. Al sumergirme en los clásicos –de San Juan de la Cruz a Pablo Neruda, y bastantes de todos los demás–, y en otros aún más próximos por historia y vivencias –Wole Soyinka, Jacques Rabemananjara, Bernard Dadié y Luandino Vieira; Nicolás Guillén, Aimé Césaire, LeRoi Jones o Richard Wrigth– aprendí a contener los entusiasmos, moderar las vanidades y fijar las prioridades. Metí en un cajón aquellas divagaciones, frutos sin sazón de un alma frondosa, salvo alguna publicada como experimento, en audaz desafío a la inseguridad. Y la mayoría se fueron perdiendo en esta existencia de peregrino, sin que su muerte me conmoviera: me ahorré algún sonrojo (imperceptible en mi piel, borboteante en la conciencia), liberando al mundo de otro vanidoso poetastro. Así pretendo culminar con renovada fidelidad mi escogida senda quevediana. ¿Cómo autoproclamarme poeta si apenas presté atención a la poesía? Creación constreñida: algún verso al año, al desbordarse el corazón, resulta equipaje demasiado ligero para sentarme entre los vates.

¿Por qué exhumar ahora estos Olvidos? No por vanagloria, tentación que superé. Considero la poesía sollozos, desgarros del alma. No necesariamente tristes: llanto es desahogo de estremecimientos intensos, rebose de venturas o amargores. Algunos nos esforzamos en contenerlos, impulso de instintos pudorosos que susurran guardarse para sí ciertos lapsos. Dice la voz: determinados actos humanos se realizan en la intimidad, sin alharacas, con tierna suavidad, al abrigo de la voracidad depredadora del conjunto, y deben preservarse en ella; no es egoísmo gozar del ensueño en soledad. Y dice la voz: alcanzados los objetivos prioritarios –que no los anhelos–, mejor mostrarse tal como fuimos; pudiera contribuir a comprender; mejor ahora que después… 29

En realidad, publicar Olvidos no fue decisión personal. Años de insistencia de personas muy queridas, de sólido criterio, lograron vencer las resistencias. Únicos responsables de que estos cantos recónditos –hubiese deseado olvidarlos– sean aventados. Pero aseguran que merecen ser compartidos. ¿Es así? En cualquier caso, es de agradecer tan generosa mirada.

Entregado el texto a los lectores, considero finalizada mi tarea. Ya no me pertenece. Son libres de juzgar. Nunca me preocuparon las especulaciones que pudieran provocar mis escritos. Escudriñar es labor de otros. La única pista que el autor puede ofrecer ante su obra es su vida. La mía, plena de afectos verdaderos, plena de ilusión, plena de desengaños y frustraciones, vividas las angustias sin resquicio para el rencor. Vida en plenitud, con tesón, con escasas pero firmes convicciones, transcurrida como vino, aprovechada en lo que se pudo, según se supo: en pos continua, sin desmayos, de la eterna quimera errante, de las verdades inmutables de nuestra condición humana, sordo a los cantos de sirena que invitaban a la iniquidad. Y cuando bordea lo absoluto la entrega a los amores imposibles, cuando se sublima la tristeza encarándola de frente hasta arrancar sonrisas diáfanas al espectro de Caronte, pierden importancia los objetos. Un ideal inalcanzado, un paisaje evocador, una melodía sugerente, un ser cercano o lejano: todos ellos sujetos afectivos que arrancan el verso en el instante. Innecesario titularlos, fecharlos, identificarlos. ¿No es temeraria banalidad pretender fijar con nombres ciclos vitales aherrojados, por fortuna fugaces, nunca añorados, expulsados raudos del espíritu con la misma incontenible furia de los rugientes huracanes tropicales? ¿Tienen acaso identidad los hijos no nacidos? No existe lo inexistente. ¿O…?

Donato Ndongo
Espinardo, Murcia, en los albores de 2016

 

 

 

 

I. AURORA

Tan cansado, elévate, sobre ti mismo, vencedor.
Paul Verlaine

 

Cuántas veces pasé por aquí

sin escribir un solo poema.
Ahora, al iniciarlo, me siento mal
a la luz de las sombras que centellean
en el interior de esta vieja lámpara
que despide ruidos ahogados
por la vehemencia de una eternidad
cargada de espasmos inconexos.
Ven
me dijeron
y
fui
a
ti
mancillando la sublime promesa.

La existencia futura se forja,
lo sé,
sobre las ruinas de los siglos
igual que el polvo del tiempo se posa
en el fondo de los viejos recuerdos.

Los hijos de la ira aullarán
un día
convertidos en bosques incandescentes
cubiertos de herrumbre,
azufre
y cal
calcinados por la cólera de los idos,
venganza de tantos muertos inútiles.

Y
no,
no me será posible salir indemne
pues
cuántas veces pasé por aquí
sin escribir un solo poema.

***

 

 

Te llamé en todas las lenguas

muertas, vivas: en arameo y en latín,
wolof, fang y en mandarín
en bisió y en tambor ambó,
tañendo en bubi y en quechua,
con la pluma de Machado y Keats,
en los versos de Baudelaire y Juan Ramón,
con los sones de Tchikaya y Lamartine, y
la solemne entonación de Soyinka.

Silencio. Oteaba. Siempre el silencio.
Nada. Ecos lejanos de los sueños.

Siempre en silencio.

***

 

 

La luna oculta el sol

tras sus rayos tenues, tímidos reflejos
de la vida más allá de toda nitidez.
Brillo de esplendores marchitos
venturas controladas
en el cénit de la nada.
Claro
o
oscuros en que nos sumerge
su presencia desprovista de esencias:
rincón de un planeta parado,
cárcel del alma en tinieblas
donde caímos, amiga mía,
devorados por los espejismos
de una noche exultante
mientras invocábamos a un sol
oculto por la luz de la luna.

***

 

 

 

Cántico

Yo no quiero ser poeta
para cantar a África.
Yo no quiero ser poeta
para glosar lo negro.
yo no quiero ser poeta así.

El poeta no es cantor de bellezas.
El poeta no luce la brillante piel negra.
El poeta, este poeta no tiene voz
para andares ondulantes de hermosas damas
de pelos rizados y caderas redondas.

El poeta llora su tierra
inmensa y pequeña
dura y frágil
luminosa y oscura
rica y pobre.

Este poeta tiene su mano atada
a las cadenas que atan a su gente.
Este poeta no siente nostalgia
de glorias pasadas.
Yo no canto al sexo exultante
que huele a jardín de rosas.
Yo no adoro labios gruesos
que saben a mango fresco.

Yo pienso en la mujer encorvada
bajo su cesto cargado de leña
con un niño chupando la teta vacía.
Yo describo la triste historia
de un mundo poblado de blancos
negros
rojos
y amarillos
que saltan de charca en charca
sin hablarse ni mirarse.

El poeta llora a los muertos
que matan manos negras
en nombre de la Negritud.
Yo canto con mi pueblo
una vida pasada bajo el cacaotero
para que ellos merienden cho-co-la-te.

Si su pueblo está triste,
el poeta está triste.
Yo no soy poeta por voluntad divina.
El poeta es poeta por voluntad humana.
Yo no quiero la poesía
que solo deleita los oídos de los poetas.
Yo no quiero la poesía
que se lee en noches de vino tinto
y mujeres embelesadas.

Poesía, sí.
Poetas, sí.
Pero que sepan lo que es el hombre
y por qué sufre el hombre
y por qué gime el hombre.

***

 

 

¿Cuántos poemas han escrito al mar?

¿Cuántos al amor, a tus ojos, a tus labios, a ti?
Yo no quiero escribir hoy sobre nada.
Solo acariciar tu recuerdo.

***

 

 

 

 

 

II. DESPERTAR

Pudo ser voz pero es silencio hundido.
Manuel Altolaguirre

 

En la tradición de los días

se esconde el olvido del tiempo.
Marchitarse es el existir cotidiano,
limo de una tierra sin formas.

Acurrucados tras nuestra huida
por los mares y las estepas,
ennegrecidos por la renegrida atmósfera,
tiesos ante la eternidad,
decidimos, amiga mía, gritar, gritar,
para proclamar la existencia de la vida.

***

 

 

Quién pudiera olvidar el encanto

de un trino dulce en la madrugada.
Quién pudiera olvidar el esplendor
de la luna brillando en el cielo oscuro.
Quién pudiera olvidar.

 

 

 

Donato Ndongo, Olvidos, Editorial Verbum, 2016.

Fotografías: François-Xavier Gbré

 

***

Donato Ndongo es periodista, historiador, novelista y poeta. Ha sido Director Adjunto del Colegio Mayor Universitario –Nuestra Señora de África–, de Madrid, y del Centro Cultural Hispano-Guineano de Malabo. También fue Delegado de la agencia de Prensa española EFE para África Central y Director del Centro de Estudios Africanos de la Universidad de Murcia. Ha sido profesor visitante en la Universidad de Missouri-Columbia (2005-2008).

Share
[ssba] x

Comentarios

No hay comentarios Radio Africa

LogIn

  • (will not be published)