Una multitud constante de personas fluye por la amplia pasarela de piedra de la Ría. Gente caminando. Paseando. En pares. A tres. Solos. Hay una mujer con el pelo largo y verde y mucha gente con zapatillas de deporte blancas. De hecho, calculo que de cada 10, alrededor de siete usan calzado deportivo blanco. Nike. Converse. Adidas. Otros con logotipos que no reconozco. Pero blanco. Pienso en cómo el capitalismo nos hace monocromáticos sin que realmente le prestemos atención. Me alegro de estar usando mis zapatos plateados “Michael Jackson”. Al otro lado de la ría hay una valla publicitaria enorme. Blanco. Verde. Azul. Dice: El dinero no da la felicidad. Invertir bien sí. Suspiro.
© Maïmouna Jallow
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La Ría de Bilbao es preciosa. Es difícil creer que hace solo 20 años el agua de este estuario de 15 km de largo estuvo tan contaminada que desprendía un hedor pútrido que envolvía la ciudad. Que era conocida como la ciudad gris, porque los vapores que salían de las minas de hierro y los astilleros a lo largo del río dejaban una capa grasienta de hollín en todos los edificios.
Hoy, Bilbao ha experimentado un lavado de cara completo. El Museo Guggenheim, irónicamente también gris, pero muy brillante, es la estructura más emblemática de la ciudad. Alberga exposiciones de algunos de los artistas más famosos del mundo. Nombres fácilmente reconocibles como Basquiat, Warhol o Yoko Ono.
A lo largo de la ría hay murales, esculturas, fuentes y bancos. Muchos. De madera. Piedra. Hierro forjado. Tras 10 años en Kenia donde la riqueza pocas veces beneficia a la mayoría y donde las súper autopistas se han convertido en sinónimo de desarrollo con poca consideración a los espacios públicos y a la belleza, les digo con entusiasmo a algunos vascos “¡Es fascinante lo que puede hacer el buen gobierno en tan poco tiempo!”. Se muestran de acuerdo con cautela, inclinando la cabeza hacia un lado antes de asentir, como si nunca antes lo hubieran pensado de esta manera. O, como me enteré más tarde, tal vez no asienten enfáticamente porque conocen una historia más completa. Que yo, como visitante, no conozco.
© Maïmouna Jallow
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Estoy aquí con cuatro hermanos de Senegal: artistas (cine y música), curadores artísticos, emprendedores, y uno al que llamo Le Philosophe, y nos han invitado a hablar en varios paneles titulados ‘Nuevas narrativas africanas: artes y la cultura como herramientas de transformación’ en el marco del Festival Cine Invisible, donde también se proyecta mi película, Tales of the Accidental City. Frente a diferentes públicos, hablamos sobre la relación de Europa con África: sobre la esclavitud, el colonialismo y el capitalismo global; sobre viajes, exploración, migración, inmigración y expatriación. Somos observados. Cuestionados. Escuchados. Un estudiante de primer año de Cooperación Internacional con los ojos muy abiertos pregunta: “¿Cómo podemos descolonizarnos?”. “Expande tu lista de lectura”, le sugiero “Y si te envían a alguna misión en algún país recuerda que la razón por la que tienes dos oídos y una boca es porque siempre debemos tratar de escuchar el doble de lo que hablamos.” Y luego, tal vez cansado de que le hagan diferentes variaciones de la misma pregunta, Le Philosphe comenta: “Necesita preguntarse cómo puede descolonizarse a sí mismo. Nadie te puede decir cómo hacerlo”. Respiro hondo. Estar con estos hermanos es como respirar aire puro a la orilla del mar. Después de cuatro meses viviendo en un pueblo hermoso, pero también monocromático, me siento entendida. Me siento abrazada.
Se nos hacen muchas preguntas. Somos honestos. Compartimos nuestras ideas. Requiere cierta apertura. Le devolvemos las preguntas a la audiencia, porque lo que queremos es una conversación. Estamos aquí en un momento histórico importante. Se conmemora el décimo aniversario de la deposición de armas del grupo terrorista ETA. Y, sin embargo, fuera de los constantes titulares y debates de la televisión, no escucho a la gente hablar de eso. Lo encuentro raro porque el nombre ETA es una de las pocas cosas que muchos extranjeros sabemos sobre esta región. Entonces, durante un panel en particular, pregunto al público sobre el silencio y qué papel juega en su propia sociedad. Quiero saber más sobre cómo se sienten ante este doloroso capítulo de su historia, durante el cual 853 personas murieron y miles más resultaron heridas. Quizás porque siento que tengo una conexión personal con él.
© Maïmouna Jallow
Permitidme rebobinar. Cuando tenía cinco o seis años y vivía en Togo, dos niñas pequeñas vinieron a quedarse en nuestra casa durante unas semanas. Tenían la edad de mi hermana mayor y la mía, y los nombres más bonitos que jamás había escuchado. Recuerdo que tuve que ceder mi cuna (era de bambú y muy grande) a la hermana menor. No recuerdo si estaba emocionada o molesta, pero sé que debió de haber significado algo para mí ya que normalmente no recuerdo muchas cosas de mi infancia, pero este momento está grabado en mi mente. Recuerdo algunos otros fragmentos. Recuerdo que nos divertimos mucho nadando juntas en el club deportivo local. Que su padre siempre tenía dos soldados uniformados que lo escoltaban adonde fuera. Y que jugaba muy bien al tenis.
Realmente no sabía por qué se quedaban con nosotros. (Más tarde supe por mi madre que un sacerdote salesiano le había pedido, como una de los pocos compatriotas que vivían en Lomé, que los acogiera. Y como era un sacerdote quien se lo pedía, no sentía que tuviera muchas otras opciones que de asentir). Lo que sí sabía yo, era que el padre de mis amigas nunca podría volver a casa porque era “gudari” o un luchador por la libertad, y que la única forma en que podían verlo era si lo visitaban aquí. Me sentí triste por ellas. Y cuando se fueron, las extrañé. Tenía muchas ganas de volver a verlas, pero nunca regresaron. Más tarde me enteré de que su padre había muerto en Lomé apenas cinco años después. Solo. Debido a un infarto. Quizás un corazón roto. Tenía solo 47 años.
Así que volvamos a los debates del panel sobre ‘Nuevas narrativas africanas’. Cuando hice la pregunta sobre el silencio (no usé la palabra ETA, pero todos sabían de lo que estaba hablando), estos eran las preguntas que pasaban por mi mente: ¿mis amigas alguna vez regresaron a Togo para visitar el último lugar de descanso de su padre? ¿Tienen ellas, o los hijos de un puñado de otros miembros de ETA que se fueron exiliados en Togo y Cabo Verde, alguna relación con África hoy? ¿Cómo podríamos hablar de la relación entre España y África, más concretamente de la relación del País Vasco con África, y no recordar este vínculo? ¿Por qué era mucho más fácil hablar de cuerpos negros cruzando el Mediterráneo? ¿Cuál era el valor del silencio en esta historia?
El auditorio se quedó en silencio. Uno tenía la sensación de como si hubieran succionado el aire de la habitación. Tras lo que me pareció ser una eternidad, una señora tomó el micrófono. Daba rodeos todo el tiempo, yo no la entendía del todo, pero ella tampoco mencionó el nombre, ETA. Luego dijo – todavía es demasiado pronto. Y lo comprendí de inmediato. Tengo la misma sensación en Ruanda. Las heridas aún están demasiado frescas. Y como me lo explico una amiga vasca, “lo que nos falta es el hablar del conflicto con el otro (el “bando contrario”) sin ninguna intermediación institucional y artificial. Me parece que no tenemos las herramientas para dejar el miedo a hablar y compartir nuestros sentimientos con los demás”. Y el silencio es un bálsamo. Es como una capa de vaselina sobre una quemadura que está demasiado en carne viva para tocarla.
© Maïmouna Jallow
A medida que profundizaba, descubrí que la visión que tenía de ETA, como luchadores por la libertad, no era real. Como catalana, me pensaba que tenia que ver con tener autonomía fiscal. Pero en Bilbao me explicaron que el País Vasco tenía autonomía fiscal de España mucho antes de que comenzara la lucha de ETA por la independencia total. Y que el problema no reside tanto en la autonomía sino la conciencia que Euskal Herria es un país independiente que no pertenece a España. Se remonta a un hecho histórico 1515 cuando el Reino de Castilla y León anexiono al reino de Navarra sin que ningún navarro estuviera presente en la toma de decisión. Una especie de traición. Por eso el rechazo a España. Y cuando la facción política de ETA veía que no conseguía avanzar en las negociaciones de conseguir la independencia, empezó la militancia. Sus acciones apuntaron a los vinculados al gobierno central. Jueces. Policía. Ministros. Pero a veces también disparaban a quienes simplemente estaban muy cerca del poder, sus conductores y sus sastres. Y cuando comenzaron a poner bombas en centros comerciales y aeropuertos y a matar a civiles inocentes, además de usar cada vez más tácticas mafiosas, como la intimidación y la extorsión a los empresarios a través del ‘impuesto revolucionario’ para obtener fondos, rápidamente perdieron casi todo el apoyo que tenían. Después de cuatro décadas de lucha armada y cinco años de negociaciones, ETA dejó las armas hace diez años, el 20 de octubre de 2011.
Mientras que aprendía mas sobre la historia del país vasco y de ETA, y la dificultad en hablar de esta historia, comencé a pensar en todos los paneles en los que habíamos estado yo y los cuatro hermanos senegaleses. Pensé en como se nos pide a menudo de desvincularnos intelectualmente de los horrores del pasado y cotidianos para poder ayudar a otros a “descolonializarse”. No me malinterpretéis. Creo que es importante hablar de estas cosas y aún más importante que nosotros, los negros, hablemos por nosotros mismos después de siglos de otros contando nuestras historias. Pero también me estoy volviendo cada vez más consciente de lo importante que es que seamos nosotros los que organicemos estas conversaciones y espacios para que no terminemos sintiendo que estamos ‘actuando’ el dolor, como si fuera una obra de teatro. Me recuerda a la académica y activista Dra. Yaba Blay decir en un Insta Live reciente que su trabajo no es explicar la supremacía blanca a ella misma. La verdad es que a veces lo único que queremos es hablar entre nosotros. Y, en algunos momentos solo queremos estar en silencio.
Reflexionando sentada al lado de la ría, me doy cuenta de que incluso después de que se haya lavado la suciedad de los edificios para que sean de un blanco brillante, o de que se hayan sacado todos los cuerpos del río, los fantasmas del pasado todavía deambulan entre nosotros. Todos nosotros.
© Maïmouna Jallow
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Cuando salía de la ciudad, de camino al aeropuerto, vi una protesta de unas 30 personas que caminaban tranquilamente por una calle con pancartas. El taxista me dijo que se trataba de familiares de presos de ETA que aún se encuentran en cárceles a miles de kilómetros de distancia. “Quieren que los encarcelen más cerca de casa para poder visitarlos,” me explicó. Pero para algunos, eso les permitiría salirse con la suya. “Que se pudran lejos”, dice la gente. ¿Qué pensarían si supieran que los etarras exiliados en África jugaban al tenis y tenían visitas conyugales, me pregunto?
Un día quiero escribir sobre las dos hermanas de los hermosos nombres. Y sobre las diferentes caras del exilio. Pero más que nunca, me doy cuenta de que tiene que ser una conversación, un dialogo, una exhumación mutua y un examen del terror, la memoria, la pérdida y el silencio.
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Maïmouna Jallow (IG: @maimounajallow) es una artistita feminista africana multidisciplinar y creadora de contenidos. En 2021 estrenó su película debut, Tales of the Accidental City. Es la autora del libro infantil I’m the Color of Honey y en 2018 editó una antología de 12 cuentos populares africanos reinventados titulada Story Story, Story Come (Pavaipo/Ouida Book). Amante de los escenarios, Maïmouna recorrió cuatro continentes con una adaptación unipersonal de La vida secreta de las esposas de Baba Segi, de Lola Shoneyin. También ha trabajado como productora para el World Service de la BBC y como Regional Communications Officer para Médicos Sin Fronteras (MSF) en la región del Cuerno de África. Forma parte de los consejos asesores de This is Africa y Wiriko. Tiene una maestría en literatura africana de SOAS, Universidad de Londres.
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