Marta Sofía López - León

“La sabiduría de nuestras comadres” fue el primer título que me vino a la cabeza cuando mis colegas del Seminario Interdisciplinar de Estudios de las Mujeres de la Universidad de León me encargaron la edición de este número monográfico de Cuestiones de Género. No fue una elección al azar, sino el fruto de una creciente desconfianza hacia los discursos académicos al uso, que privilegian epistemologías y metodologías que contribuyen a la desterritorialización de muchos saberes femeninos marginalizados, y que son sin embargo esenciales para la supervivencia colectiva. Llevo muchos años, como suelo decir medio en broma, medio en serio, “estudiando para negra”. La noción de “sororidad”, fundamental en la historia del feminismo, y en particular del feminismo blanco occidental (aunque no exclusivamente, puesto que el término “sistah” forma parte indispensable del lenguaje afro-feminista), ha sido sustituida en mi idiolecto por la de “comaternidad”, una lección aprendida de Oyèrónkẹ́ Oyěwùmí.

Esta teórica nigeriana argumenta en su libro African Women and Feminism: Reflecting on the Politics of Sisterhood (2003) que, desde una perspectiva afrocéntrica, y considerando los modelos de familia comunes a muchas sociedades de África Occidental, la idea de “sororidad” como término que define la subordinación de mujeres coetáneas a una figura patriarcal masculina, y que por tanto se considera paradigmática para denominar una relación de apoyo recíproco entre mujeres sujetas a idéntica opresión, se torna irrelevante en un contexto en el que quién es la madre biológica y qué posición ocupa dentro de una familia polígama es el factor que define la situación de la persona dentro de la estructura jerárquica del parentesco, un factor significativamente más relevante que el género en tal escenario. Por tanto, para Oyěwùmí es la comaternidad, más que la sororidad, la noción clave que da cuenta de las relaciones de solidaridad y apoyo recíproco entre las mujeres africanas, que ella extiende también a las mujeres afrospóricas, particularmente a las del Caribe: en las Antillas francófonas el término más común para designar a una amiga cercana es “macomere”, el equivalente al (casi en desuso) término español “comadre”.

Ciertamente, la institución de la maternidad ha sido blanco de muchas críticas articuladas desde el feminismo occidental; el volumen Nuevas visiones de la maternidad (2002), una de las primeras publicaciones que surgieron del Seminario Interdisciplinar de Estudios de las Mujeres de la ULE, se hacía eco de una inquietud inevitable con respecto a las fórmulas patriarcales a la hora de definir la figura y el rol maternos. La fundadora del feminismo radical de los años setenta, Shulamith Firestone, es quizá una figura de referencia en este sentido: “Parir es en el mejor de los casos necesario y tolerable. Pero no tiene ninguna gracia”, afirmaba en su obra “La dialéctica del sexo. En defensa de la revolución feminista (1971) ) (2). Personalmente, me adhiero a la postura más conciliadora de Adrienne Rich en Nacemos de mujer (1976): una guerra entre “las madres” y “las amazonas” solo contribuye a ahondar en las divisiones entre las mujeres que los estereotipos patriarcales han contribuido a consagrar.

En cualquier caso, la experiencia de la maternidad sigue siendo una vivencia crucial para muchas mujeres, como defiende Paquita Suárez Coalla en su ensayo “El gran milagro… todavía”, aunque el mismo texto pone también de manifiesto la intrínseca heterogeneidad de esa experiencia, matizada (como siempre) por cuestiones de raza, clase y un largo etcétera, a la que no es ajena, obviamente, la orientación sexual, un aspecto al que Noelia Soledad Trupa dedica su atención en el artículo “Repensando las maternidades: El caso de parejas lesbianas usuarias de nuevas tecnologías reproductivas”.

Aún así, y precisamente como reacción a la presión cultural que en muchos contextos africanos y afrospóricos (y no exclusivamente) sufren las mujeres que no pueden o no quieren ser madres, los variados mujerismos, misovirismos (Werewere Liking), stiwanismos (3) (Molara Ogundipe) y feminismos negros han buscado estrategias y figuras de dicción que permitan desvincular la reproducción biológica de la función maternal, dando expresiones propias a lo que el ecofeminismo ha dado el llamar “la ética del cuidado”, como opuesta al “principio de la dominación”: “otras madres” (Patricia Hill Collins), sacerdotisas (Flora Nwapa) o “matis”(4) (Gloria Wekker) son algunas de las figuras que encarnan este principio, que Alice Walker condensa en una sola frase en su definición de “mujerista”: “Comprometida con la supervivencia y la integridad de todo el mundo, hombres y mujeres” (Walker, 1984: XI). Esta es una visión que considero estrechamente relacionada con la comprensión de la “autoridad” en su sentido etimológico, derivado del verbo “augere:” la capacidad de hacer crecer y de nutrir, sobre la que tanto reflexionó Hanna Arendt y en la que ahondaron las filósofas del colectivo Diótima o las pioneras del psicoanálisis feminista, entre muchas otras, en sus exploraciones del “orden simbólico materno”. Es la adhesión a esta ética elemental lo que permite fundamentar, desde mi perspectiva, la relación de comaternidad entre las mujeres más allá de la reproducción biológica, prestando atención a las diferencias intrínsecas al colectivo y, en esa medida, proponiendo una visión solo “estratégicamente esencialista”.

En este sentido, quizá la lección fundamental que he aprendido de las teóricas africanas en particular y de las feministas no-blancas en general es que el género no puede considerarse como una categoría de análisis homogénea ni universal. De Chandra Tapalde Mohanty, en su clásico ensayo “Bajo los ojos de occidente. Academia feminista y discurso colonial” (1984) a Ifi Amadiume (Male Daughters, Female Husbands, 1987), pasando por Audre Lorde (La hermana, la extranjera, 1984) o Angela Davis (Mujeres, raza y clase, 1981), sin olvidar a Gloria Anzaldúa (Borderlans/La frontera, 1987) o Chela Sandoval (Methodology of the Oppressed, 2000), nuestras comadres han intentado enseñarnos durante décadas a localizar nuestras herramientas analíticas, a provincializar ciertas pre-condiciones y prejuicios que subyacen a la supuesta neutralidad del conocimiento “científico”, a deconstruir la lógica ilustrada que desde Olympe de Gouges o Mary Woolstonecraft ha dado cuerpo al discurso del feminismo liberal blanco. Ensayos como los de Salomé Carbajal RuizUna experiencia estudiantil y colectiva de investigación feminista decolonial en la Universitat de València”; el de Yasmina Romero MoralesLa otredad femenina en la narrativa colonial escrita por mujeres: Spivak y los feminismos postcoloniales”; el de Julieta Evangelina Cano Feminismo comunitario: pluralizando el sujeto y objeto del feminismo” o el de Gemma del Olmo Campillo,Vacío cultural y autenticidad: Carla Lonzi” ponen de manifiesto la necesidad de continuar afrontando las diferencias entre las mujeres en el contexto de un diálogo global.

 

 

Y por cierto, si una de las más visibles huellas de la Ilustración en el feminismo blanco ha sido su carácter laico y contestatario frente a las religiones establecidas, los ensayos de Ana Zapata-Calle sobre Georgina Herrera o el de Carmen Vidal Valiña sobre las mujeres feministas y musulmanas nos recuerdan que el dominio de la espiritualidad y la práctica religiosa no son necesariamente obstáculos en el camino del empoderamiento femenino. Es cierto que el discurso religioso ha servido en demasiadas ocasiones para justificar la sumisión de las mujeres al orden patriarcal, pero incluso en el caso de las religiones normativas es posible encontrar caminos que conduzcan a una ética liberatoria, como sugieren algunas de las autoras incluidas en los volúmenes Postcolonialism, Feminism and Religious Discourse (2002), editado por Laura Donaldson y Kwok Pui-Lan o Sing, Whisper, Pray (2003), editado por Jacqui Alexander et alii.

Fue de hecho una predicadora metodista, Sojourner Truth, en su archiconocido discurso “Ain’t I a woman”, pronunciado en la Convención de Mujeres de Akron en 1851, una de las pioneras en cuestionar al emergente movimiento feminista norteamericano (a su vez influenciado por el cuaquerismo), al apuntar a la clase social y a la raza como factores de opresión inseparables del género. A lo largo de la historia de los múltiples movimientos feministas, elementos como la etnia, la clase, la orientación sexual, la (dis)capacidad o la edad, entre otros, han ido abriendo brechas en una noción esencialista de “la mujer”, “el género”, o cualquier otro término monolítico que pretenda albergar bajo un denominador común el infinito espectro de experiencias de las mujeres. “Una no nace, se hace mujer”, dictaminó Simone de Beauvoir en 1948. Y ese “hacerse-mujer” o “devenir-mujer” no depende solo de una anatomía (cada vez menos) irreversible, como nos recuerda Claudia Truzzoli en su artículo “Desbordando el género y el sexo”: la circunstancias históricas, geográficas, políticas o económicas, las ideologías dominantes, emergentes o resistentes sobre el “género”, la experiencia subjetiva en perpetua negociación con la(s) cultura(s) en que habitamos determinan de forma decisiva cómo construimos, desmontamos y redefinimos nuestra existencia y nuestra identidad, tanto personal como colectiva. Solo desde las perspectivas del “esencialismo estratégico” propugnado por Spivak, u otras visiones no esencialistas de la identidad, como las propuestas por Rossi Braidotti, Stuart Hall o Gloria Anzaldúa, es posible articular políticas interseccionales o transversales, y generar espacios de debate que puedan interpelar a un colectivo heterogéneo, plural, multicultural, global.

Audre Lorde lo expresa en las siguientes palabras: “Es en la interdependencia de las diferencias recíprocas (no dominantes) donde reside la seguridad que nos permite descender al caos del conocimiento y regresar de él con visiones auténticas de nuestro futuro, así como el poder concomitante para efectuar los cambios que harán realidad ese futuro” (Lorde, 2003: 117).

Y esas diferencias solo pueden abordarse desde la interseccionalidad (5) o la “teoría de las cuencas hidrográficas” a la que alude en su ensayo María Socorro Suárez Lafuente. En su libro A ambas orillas del Atlántico, reseñado en este mismo número de Cuestiones de Género, Mar Gallego subraya, apelando a Kathy Davis, que […] la interseccionalidad explicita la preocupación teórica más central y normativa al interno de las estudiosas feministas: es decir, el reconocimiento de las diferencias entre las mujeres”, con lo que señala cómo el propio concepto surge de ese profundo malestar con la falta de reconocimiento y comprensión de las diferencias entre mujeres, tocando “uno de los problemas más acuciantes del feminismo contemporáneo: el largo y doloroso legado de sus exclusiones (Gallego, 2017: 163).

Ifi Amadiume resume en una anécdota que encabeza su indispensable monografía Male Daughters, Female Husbands (1987) la torpeza y la soberbia con que las feministas blancas hemos pretendido a menudo entrar en diálogo con mujeres de otras latitudes, de otros credos, de otras etnias. A la pregunta de la autora sobre los planes de futuro de una estudiante norteamericana, esta fue la respuesta: Me contestó que esperaba ir a Zimbabue, porque pensaba que podría ayudar a las mujeres de allá aconsejándolas sobre cómo organizarse. Las mujeres negras de la audiencia se quedaron sin aliento. Hete aquí a una persona que apenas había superado la adolescencia, que acababa de entrar en la universidad y que no había luchado una batalla en su vida. ¡Estaba pensando en ir a África para enseñar a veteranas de una guerra de liberación cómo organizarse! Este es el caso de actitud arrogante, por no decir absurda, con el que nos encontramos de continuo (Amadiume, 1987: 7).

Quizá al centrar este monográfico en “la sabiduría de nuestras comadres” solo estuviera intentando purgar la humillante memoria de las muchas ocasiones en que personalmente he exhibido idéntica torpeza. Pero también hay algo de “mea culpa” colectivo con respecto a los feminismos blancos. Lorde afirma contundentemente: “La opresión de las mujeres no conoce fronteras étnicas ni raciales, es cierto, pero eso no significa que sea idéntica para todas” (Lorde, 2003: 63).

Personalmente, aún me escuece la autocomplacencia de una lesbiana australiana a la que escuché hace años presumir de cómo había impedido la entrada de una mujer transgénero a la asamblea nacional de lesbianas porque, en puridad, no se la podía considerar una mujer. Me duele recordar que las trabajadoras americanas se sintieron en 1848 completamente excluidas de la gloriosa “Declaración de Séneca Falls” (6), y prefirieron establecer alianzas con los movimientos obreros más que con las mujeres de clase media, por las que no se sentían representadas. Me da mucho que pensar el que tantas mujeres no-occidentales hayan renegado del propio término “feminismo”, al identificarlo como una manifestación más del devastador individualismo eurocéntrico. Estos y otros son hechos que ponen en tela de juicio nuestra capacidad colectiva para subrayar en tonos fosforescentes que todas y cada una de las formas de opresión están inextricablemente ligadas entre sí, como insistentemente señalaron Angela Davis y Audre Lorde. Y, en justicia, esa lección también nos la legó Virginia Woolf en Tres Guineas (1939), una obra que sigue siendo de imprescindible lectura: imperialismo, fascismo, nacionalismo, militarismo, capitalismo (y por ende otros cuantos “–ismos” que el “Combahee River Collective Statement” (7) trajo a primer plano) son fractales de una misma epistemología dicotómica: macho/hembra, cultura/naturaleza, civilización/primitivismo, centro/márgenes, yo/otr@… Merece la pena siempre, desde esta perspectiva, releer a Val Plumwood y su clásico Feminism and the Mastery of Nature (1993), o cualquiera de las obras de Vandana Shiva.

Varios de los ensayos que forman parte de este monográfico insisten en la necesidad de repensar todas y cada una de esas dicotomías en su íntima complicidad, un ejercicio que también ha de conducirnos a una forma diferente de relación con la tierra, o la Pachamama de la que hablan las “tierrosas” de la Universidad de Valencia. La “deslealtad a la civilización” que propugnaba Adrienne Rich conlleva también repensar la (denostada) materialidad de los cuerpos, como subrayan Paola Susana Solorza en su ensayo “Necropolíticas del mercado: Cuerpos canibalizados, género y resistencias”, sobre la escritora chilena Diamela Eltit, o Francisco Leite en su reflexión sobre la utilización de los cuerpos de las mujeres negras en la publicidad. A su vez, los artículos de Estíbaliz Pérez Asperilla sobre las Mujeres-Ganso de Crossbones Graveyard o el de Jessica Tatiana Castaño Urdinola y Milton Andrés Salazar acerca de “La Marcha de las Putas” en Manizales nos invitan a repensar el cuerpo como un locus de insumisión y resistencia. Las “zamis” de Lorde o las “jamettes” de Marlene Nourbese Philip son figuraciones emblemáticas de una radical revisión de los discursos sobre el cuerpo y el erotismo, que resulta especialmente urgente para las mujeres negras en busca de su “imagen”. Así lo expresa Marlene Nourbese Philip en su ensayo “The absence of writing or how I almost became a spy”: Para muchas que son como yo, mujeres negras, es imperativo que nuestra escritura empiece a recrear nuestras historias y nuestros mitos, así como a integrar la más dolorosa de nuestras experiencias: la pérdida de nuestra historia y de nuestra voz. La reapropiación del poder para crear a nuestra propia imagen y nuestra propia imagen es vital en este proceso. Solo puede servir para subrayar lo que siempre hemos sabido, incluso en los tiempos más oscuros de nuestra historia cuando todo conspiraba para demostrar lo contrario: que somos parte de la raza humana (Nourbese Philip, 1997: 10).

 

 

Como “outsider” al modo de Woolf y Lorde, como militante de “la internacional de la imaginación”, como sujeta de una identidad negociada entre intersticios, reivindico figuras de dicción, configuraciones identitarias, praxis, epistemologías y ontologías que, aunque inconmensurables entre sí, nos permitan compartir nuestros relatos. Como mujer blanca, europea, de clase media, académica, y sólo plausiblemente heterodoxa en mi sexualidad, me ha tocado en esta ocasión respetar las reglas del juego de la producción de conocimientos legitimados por exactamente las mismas estructuras de poder que sustentan la desigualdad global. Es una posición paradójica, pero que muchas mujeres hemos experimentado en el proceso de batallar para que nuestras voces se escuchen y hablen en femenino y plural. Existen cosas como los “índices de impacto”, los “indicios de calidad”, las oposiciones, los sexenios y otros mil impedimentos que limitan la participación de las voces “no-autorizadas” en ciertos contextos de “élite”. El día en que “las subalternas” puedan hablar y ser escuchadas en la polifonía del globalismo, y por tanto prescindir de nosotras, sus altavoces o sus ventrílocuas, marcará una nueva era en la historia de la humanidad. Entretanto, como señala María Socorro Suárez

Lafuente en su texto “Autoras africanas. A favor de las mujeres”, en una observación que podría aplicarse perfectamente al colectivo académico feminista, “las autoras que voy a mencionar más adelante no son subalternas, tienen voz propia, genealogía, historia personal y subjetividad. Lo saben, han podido pensar y escribir, y utilizan sus capacidades para recabar sus derechos individuales y para acabar con la subalternidad de las mujeres diferentes”. Los artículos de Alejandra Moreno Álvarez, Irene Pérez Fernández, Gemma del Olmo Campillo, Ana Zapata-Calle y otros cuantos recurren al análisis de textos literarios para hacerse eco de las subjetividades, genealogías y mitos que mujeres de culturas variopintas han creado “a favor de las mujeres”, subrayando que la narratividad, como mantiene el filósofo ghanés Kwame Anthony Appiah, es la más absoluta garantía de genuina universalidad, de un escenario de diálogo cosmopolita en el que todas las voces puedan participar: El cosmopolitanismo es posible porque puede existir una conversación sobre ideas y objetivos compartidos. Pero lo que hace posible esa conversación no es siempre una “cultura” común, ni siquiera, como los viejos humanistas imaginaban, porque existan principios o valores universales […] Lo que funciona en el encuentro con otros seres humanos, a pesar de barreras como el tiempo, el espacio o la experiencia, es enormemente variado. Por lo que se refiere a las historias (desde los relatos épicos hasta formas modernas como la novela o el cine), es la capacidad de seguir una narrativa y conjurar un mundo: y resulta que en todos los sitios hay personas dispuestas a hacer esto. Esta es la epistemología moral que hace posible el cosmopolitanismo (Appiah, 2007: 258).

En el contexto de esta revista (7), fundamentalmente vinculada al ámbito de las Ciencias Sociales, algunos de estos artículos más “literarios” o “ensayísticos” pueden resultar “poco científicos”. Pero yo provengo del ámbito de la Filología Inglesa, soy heredera de una tradición ecléctica en la que las barreras disciplinarias, las metodologías y las epistemologías canónicas han sido cuestionadas desde una multiplicidad de perspectivas. Desde que en 1990 defendí una tesis de licenciatura sobre “Djuna Barnes y el discurso de la diferencia” he dedicado muchas horas de mi tiempo a pensar en “cuestiones de género”, en la igualdad y en la diferencia. Mi primera publicación “académica” apareció en Africa 2000, la revista del Centro Cultural Hispano- Guineano de Malabo, y estaba dedicada a Mariama Bâ y Ama Ata Aidoo. Hace unos años, la vida me hizo el regalo de poder traducir al español Nuestra Hermana Aguafiestas, la novela de Aidoo sobre la que había trabajado en 1992. He tenido la suerte de conocer y tratar a feministas blancas, negras, árabes, latinas, lesbianas, biencasadas, académicas y rebeldes sin más, con y sin estudios; de haberme formado intelectualmente con madres generosas y lecturas sin censurar. Editar este monográfico (8) de Cuestiones de género me ha reafirmado en mi convicción de que todas las voces son imprescindibles, todas las perspectivas y todas las miradas si queremos transformar, como mujeres, nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro.

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  1. 1. Las traducciones del inglés son mías.
  2. 2. Ver: https://www.goodreads.com/author/quotes/55635.Shulamith_Firestone [17/06/17].
  3. 3. Acrónimo de “Social Transformation Including Women in Africa” acuñado por Ogundipe en su ensayo “Stiwanism. Feminism in an African Context” (Ogundipe-Leslie, 1982)
  4. 4. Ver Gloria Wekker (2006).
  5. 5. Ver: Patricia Hill Collins y Sirma Bilge (2016)
  6. 6. Ver: http://www.mujeresenred.net/spip.php?article2260#nh1 [17/06/2017]. 7 Ver: http://circuitous.org/scraps/combahee.html [17/06/2017].
  7. 7. Cuestiones de género: de la igualdad y la diferencia. No 12, 2017 – e-ISSN: 2444-0221 – pp. 01-8
  8. 8. http://revpubli.unileon.es/index.php/cuestionesdegenero/index

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Texto publicado en Cuestiones de género: de la igualdad y la diferencia por Marta Sofía López marta-sofia.lopez@unileon.es – Universidad de León – España

 

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