Asaari Bibang - Madrid

Este texto es un extracto de “Y a pesar de todo, aquí estoy“, la primera novela de Asaari Bibang, publicada en 2021 por Bruguera (Ediciones B), Penguin Random House.

La novela, con ilustraciones de Montse Galbany, narra la vida de Asaari Bibang para entender el periplo de una niña de Guinea Ecuatorial que llega a España con seis años y acaba convertida en actriz y monologuista.

 

 

1992

Me hace gracia cuando me preguntan:

—¿Por qué viniste a España?

Y pienso:

—¡Yo qué sé! Tenía seis años: no vine, me trajeron.

Llegué a España en 1992, el año de las Olimpiadas de Barcelona. Siempre me ha parecido significativo haber llegado al país en un momento en el que tenía lugar un acontecimiento tan importante. Aquel año también le concedieron a Mandela el Premio Nobel de la Paz; todo cuadra.

Lo cuento en mi monólogo La negra batalla como si fuera un chiste, pero es cierto cuando digo que lo primero que vi en la televisión al llegar a España fue a unos cuantos blancos corriendo detrás de un montón de negros. Recuerdo perfectamente la imagen. Al bajar del avión, recogimos las maletas que traíamos de Guinea: pocas pertenencias y mucha comida para compartir con Anita, que echaba de menos los sabores de su hogar. Luego salimos a uno de los vestíbulos del aeropuerto repleto de gente que iba de aquí para allá. Allí me quedé embobada mirando la tele y, cuando me di cuenta, me había rezagado. Los segundos que transcurrieron hasta que encontré a mi madre con la mirada fueron, probablemente, los más angustiosos de toda mi vida. Pensé que me había perdido en España. Entonces miré a mi alrededor y me di cuenta de que era la única niña negra en la sala, vamos, de que todos eran blancos.

En aquel instante fui consciente del viaje, de la preocupación de mis padres y la tristeza de mis hermanos y de las llamadas de mi hermana Anita casi a diario. Fue como montar un puzle con las palabras sueltas que iba cazando de aquel ekoan que se había celebrado casi un año antes y descifrar las frases que escondían. Allí, con mi vestidito rosa y mis zapatitos blancos, me percaté de la trascendencia de aquel paso: con solo seis años mis padres me habían enviado a un país en el que la minoría era yo.

Le ocurrió algo parecido, pero a la inversa, a mi primo Kevin, un niño español negro que, con siete años, viajó a Guinea por primera vez. Puso un pie fuera del avión y, tirando de la chaqueta de su padre, le dijo susurrando: «Papi, aquí todos son negros».

Yo nunca había viajado en avión. No me gustaban entonces y no me gustan ahora, así que, asustada, me senté y una azafata muy simpática abrochó mi cinturón de seguridad, me dijo que era muy guapa y que le gustaban mis trenzas de colores. Su sonrisa me tranquilizó. Agarré a mi madre de la mano, miré a la azafata y pensé: «Por favor, que siga sonriendo».

No podía parar de mirar fascinada a todas aquellas azafatas blancas. No es que nunca hubiera visto a un blanco, por supuesto que sí, pero rara vez tenía la oportunidad de tenerlos cerca y de que me hablaran. Observé sus caras, sus ojos claros, su pelo liso… Se parecían a la Barbie que Anita me había mandado en la primera caja que pudo enviar a Guinea después de llegar a España.

Mi hermana acostumbraba a enviar embutidos, ropa interior y bodies para el último bebé que hubiera nacido en la familia. Como todavía no existía Western Union para enviar dinero al extranjero, descosía el bajo de algún vestido para meterle algunas pesetas y lo volvía a coser. Cuando se enteraron en aduanas, comenzó a enviar el dinero en los marcos de las fotos. Cuando llegaba la caja, mi hermana Anita le describía a mamá la foto o el vestido sin decir nada más, así ya sabía dónde estaba el dinero. Después se las ingeniaba para sacar la prenda o el portafotos con discreción y sacaba el dinero en la intimidad. Ambas sabían que como madre era la única que iba a pensar en el bien de todos.

Solo hay cinco horas de vuelo de Malabo a Madrid, ¡cinco horas! Un partido de Nadal si la cosa se pone chunga… Hubo una época en la que hacía mucho el trayecto ida y vuelta de Barcelona a Madrid en autobús. Comenzaba a hacer mis pinitos como actriz y viajaba a la capital a la menor oportunidad de trabajo. Eran ocho horas de autobús. Cuando llevábamos cinco, siempre pensaba: «Ya podría estar en Guinea». Entonces me sentía un poco apátrida; demasiado españolata para ser guineana, demasiado negra para ser de aquí.

Cuando surge la masoca que hay en ti y le explicas a algún blanco ese sentimiento, casi siempre te acaban aconsejando que digas que eres ciudadana del mundo. Nunca, jamás en mi vida, le he oído decir esa sobrada a un negro. No soy ciudadana del mundo, ya tengo suficientes contradicciones siendo de dos sitios y de ninguno como para apropiarme del mundo entero. En cualquier caso, siempre he tenido muy presente a Guinea y me alegro de no haber sido consciente aquel día, asustada en el avión, de que me iba para no volver.

El aeropuerto de Barajas era gigante, con escaleras mecánicas por todas partes y cientos de letreros luminosos. Al poco de bajar del avión, nos subimos a un tren. Yo iba agarrada a la falda de mi madre, acobardada por la inmensidad de todo. Nunca había estado rodeada de gente sin tener a quién saludar.

Después salimos a la calle y apareció ante mis ojos un scalextric gigante con coches por todos los lados a distintos niveles y unos palos con luces que cambiaban de color: verde igual a pasar, rojo igual a detenerse. También había unas líneas blancas pintadas en el suelo. Me enteré de que se llamaban paso de cebra y le dije a mi madre:

—Y ¿dónde está?

Me respondió:

—¿El qué?

Y le dije:

—La cebra.

Todo parecía estar milimétricamente calculado. Me faltaba la espontaneidad, la música, los olores, las voces… De pronto, a lo lejos, vi una mano que se sacudía de lado a lado, ansiosa y le dije a mamá: «Esa señora nos está saludando». Entonces, se dibujó una sonrisa en su cara y salió corriendo. Yo la seguí a su ritmo para no perderme, pero, antes de llegar, nos dimos la vuelta rápidamente y volvimos junto a las maletas porque, aunque creía que no la oíamos, la señora le había dicho a mi madre: «¡Te pueden meter droga!».

Aquella señora era mi hermana Anita. Mamá la abraza, la toca, le dice que está muy delgada, que si no come, que si ha dormido, la palpa, sonríe, se lleva la mano a la boca y sostiene el llanto. Mamá la llama na mi old one, mi mayor, la mira y vuelven a abrazarse porque, por mucho que te acostumbres a la ausencia de un ser querido, cinco horas de avión es mucha distancia para dos cuerpos que se añoran.

Juntas cogimos otro tren que nos llevó a Barcelona. Durante el trayecto, mamá y Anita no dejaban de mirarse la una a la otra. Se miraban fijamente, incrédulas, como si temieran que, con un parpadeo, la otra pudiera desaparecer.

El plan era que mi hermana Anita me adoptara legalmente con el fin de facilitar todo el trasiego burocrático. Así podría conseguir la nacionalidad española y quedarme en España para siempre. Pero ante aquella posibilidad, mi padre decidió no firmar los papeles y la autorizó exclusivamente a que fuera mi tutora legal. De este modo, yo terminaría la carrera y volvería a ejercerla a Guinea tal y como, al parecer, me había comprometido con cinco años.

 

Barcelona

Al llegar a Barcelona, nos trasladamos en taxi del aeropuerto a un pisito de la Gran Via de les Corts Catalanes, en el barrio de la Verneda. Aquel séptimo cuarta era propiedad de un empresario guineano que, sorprendentemente, se lo había alquilado a Anita a un precio más que razonable, sin aval ni mes de depósito. Él era el mayor de nueve hermanos y otros tantos medio hermanos por parte de padre a quienes no conocía. Uno de ellos, conocido como Niño Guapo, había embarazado a aquella chica que estuvo a punto a morir en Malabo, pero una ONG la llevó a España y la salvó.

Al margen del barrio, la calle, el número y la planta, no tengo recuerdos de aquel piso ni del empresario. Lo mío era pura supervivencia. Todo me parecía grande, vasto. Me sentía como en una nave industrial diáfana y fría, desprotegida por todas partes. Iba con los ojos abiertos como E.T. en bicicleta, obsesionada con no perderme nada. Me moría de ganas de hablar con mis primos para contarles todo lo que estaba viviendo. No sería hasta más tarde cuando me daría cuenta de que, a medida que pasaban los meses, íbamos perdiendo el contacto. Al principio entendían que lo que les explicaba sobre España era fruto de la ilusión, pero luego lo empezaron a interpretar como chulería. Al tiempo que perdía mi acento, menos querían hablar conmigo.

Cuando entré por primera vez al portal de Anita, de pronto, se abrieron dos puertas de acero descubriendo un habitáculo con capacidad para cuatro personas que nos trasladaría de un piso a otro. Le dabas a un número, se cerraban las puertas y arrancaba. En menos de un día, había pasado de caminar ocho kilómetros para llegar a la escuela a subirme en un ascensor para ir del bajo al séptimo. Poco después también averiguaría que, cuando abrías el grifo, salía agua: agua fría y caliente; agua para beber, para lavar, para cocinar… y yo pensaría: «No me extraña que haya personas que piensan que pueden tenerlo todo con solo darle a un botón… ¡En ocasiones es cierto!».

Antes de subir al ascensor, Anita nos contó que, un par de semanas antes, se había quedado encerrada y que una señora alertó a los vecinos al grito de «¡Hay una negrita en el ascensor!». Me quedaron claras dos cosas: que Anita no sabía elegir el momento oportuno para contar una anécdota y que el color de la piel era relevante si te quedabas encerrada en un ascensor.

No sé si es por eso, pero… ¡no me gustan los ascensores! En el fondo creo que no me gusta nada de lo que no me pueda bajar en el mismo instante en el que pienso «me quiero bajar». Me pasa con los aviones, con los ascensores y casi con cualquier decisión que haya tomado a lo largo de mi vida. También detesto la forma en la que nos acomodamos en actividades que nos amargan. Por ejemplo, un día entré al despacho de mi jefe y le dije que lo dejaba porque odiaba ese trabajo. No me creyó. Si le hubiera dicho que me marchaba porque el horario era malo y el sueldo era de pena, se habría sentado a discutirlo conmigo, pero se mostró incrédulo al oír que mis razones eran que a mí aquel trabajo me hacía sumamente infeliz. Como dice mamá: «Ya no están los tiempos para ser valiente». Y me horrorizo porque es cierto.

Al entrar a casa, Anita me miraba de reojo. Creo que me observaba. Me dijo: «Has crecido mucho, Saari» y yo, mientras me escondía disimuladamente detrás de mi madre, le respondí: «Gracias». Sabía, por la forma en la que mamá la miraba, que podía confiar en ella, pero era como si mi hermana negra se hubiera convertido en una señora blanca y a mí eso me daba miedo. Hablaba distinto a mí, su ritmo era distinto al mío y nos corregía todo el rato la forma de hacer las cosas, como si en lugar de cambiar de país nos hubiéramos mudado de mundo. Era amable todo el tiempo y no mostraba ningún altibajo, como si estuviera camuflada entre el gentío y no quisiera levantar sospechas. Lo que más me descolocaba era que, cuando quería decirme algo importante, era autoritaria, pero flexionaba las rodillas para ponerse a mi altura y mirarme a los ojos. A veces, aquello me parecía una muestra de respeto hacia mí, otras tantas, me intimidaba. Yo no sabía qué le había hecho aquella gente, pero cuando me llamaba nunca sabía si responder «¿Qué?» o «Mande».

A la semana de instalarnos en Barcelona, pusieron una feria a cinco minutos de casa. Fuimos, pero no me subí a ninguna atracción. No entendía el propósito de montarse en una de aquellas máquinas: solo veía a gente levantando los brazos y gritando como locos al unísono a medida que caían en picado. No me pareció una buena idea. Aun así, disfruté de la noche, de los colores, de la música y del olor a manzanas de caramelo y a patatas fritas. Mis ojos negros abiertos como platos lo miraban todo con curiosidad mientras planeaba la forma y el momento propicio para pedir lo que tanto deseaba en aquel momento.

Respiré hondo, me armé de valor y dije:

—¡Quiero eso!

—¿El qué? —respondieron.

—Eso rosa, esa bolita rosa con un palito que come la gente —expliqué lo mejor que supe.

—¿Algodón de azúcar? —preguntaron extrañadas.

—No sé, eso —dije señalando al frente.

—Sí, algodón de azúcar —contestaron mamá y Anita.

Lo compraron, le pegué un mordisco y exclamé:

—¡Es lo más delicioso que he comido en mi vida!

Mamá y Anita rieron largo rato.

Mi primer mes en España fue como un sueño, como entrar por la puerta de Narnia en un mundo en el que yo era la protagonista y todo era posible. Yo, que había tenido un piano de cartón y un xilófono con palos de madera, una muñeca de barro seco y una cocina de muñecas hecha con hojas de bambú.

 

Asaari Bibang

 

***

Asaari Bibang (@asaaribibang) es actriz, escritora, humorista y activista de origen ecuatoguineano. Llegó a España con siete años y se crio en Barcelona, más tarde se mudaría a Madrid para conseguir su deseo de ser actriz. Bibang está comprometida con la lucha de las mujeres racializadas para abrirse paso en la industria audiovisual española.

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