Observo a mi madre mientras habla por teléfono con mi abuela, mama Penda, en su mente pesa el saber que le quedan pocos años para disfrutar de su madre. Tiempo que no puede aprovechar al máximo porque las separan miles de kilómetros.
Son esos pensamientos que la llevan a intentar compensar esa distancia, enviando dinero para que no le falte de nada y llamándola lo máximo posible. Sobre todo, ahora que tiene la salud delicada y no puede estarle vecino, aunque es lo que más desearía. Me pregunto a menudo cuando veo la cara de mi madre después de colgar el teléfono, ¿por qué estamos aquí?
Mi madre Maimuna, con 13-14 años, (en cuclillas a la derecha) con su hermana Kumba, también de blanco detrás, y unas amigas. (Sare Babu, Gambia, circa 1990-1991)
Haciendo preguntas aprendí que una de las razones que la ayudaron a adaptarse a la vida en el Maresme fue porque aquí ya existía una pequeña comunidad de gambianos.
Los primeros migrantes gambianos vinieron a finales de los años sesenta. Cataluña era tierra de paso para muchos de ellos, una de sus últimas paradas antes de su destino. [1] Los que se quedaron, lo hicieron en los diferentes pueblecitos de la costa del Maresme, en Barcelona. Hoy en día, de todos los gambianos empadronados en Cataluña, un 30% vive en el Maresme, principalmente en tres municipios: Mataró, Premià de Mar y Pineda de Mar (mi ciudad). [2]
Al principio, la mayoría trabajaba en uno de los sectores con más demanda: la agricultura. Empezaban de cero, sin saber ni catalán, ni castellano y las primeras oportunidades laborales que encontraban eran en el campo, por las malas condiciones y los bajos salarios. Este fue el destino de mi padre, quien empezó en la agricultura, para al final trasladarse a la hostelería, otro de los puntos fuertes de esta, conocida por su turismo de sol y playa.
Pero esta es la historia de los hombres. En el caso de las mujeres gambianas como mi madre, el proceso migratorio hasta el Maresme empieza con una promesa: el matrimonio. Una vez se establecen los hombres, empieza la unificación familiar con la llegada de sus mujeres e hijos, si los tienen. [3]
Si reprendo la pregunta del principio, ¿cómo acabó mi madre a más de 4.000 kilómetros de su tierra?, ¿fue una decisión que quiso tomar ella? Las respuestas a estas preguntas las encontré hace pocos años, conversando con ella, sentía la necesidad de conocer su historia, la historia del porqué estamos donde estamos.
Entre charla y charla, mi madre hurga en sus recuerdos y me transporta a su infancia, un testimonio de cómo era la vida en la Gambia de los años 80. Nació en marzo de 1977 y se crió en Sare Babu, un pequeño pueblo de unos trescientos habitantes -mayoritariamente de etnia Fula- situado en la División Central River, una de las cinco del país.
Como es habitual en los pueblos rurales, a una temprana edad empezó a trabajar en el campo familiar con siete años, como hacían el resto de sus hermanas. Principalmente, ayudaba a sus padres en las cosechas de arroz y cacahuetes. De los siete a los quince años, su día a día era una repetición de la misma rutina: despertarse pronto por la mañana, rezar, ayudar a preparar el desayuno, en el campo y/o en las tareas de casa con sus hermanas y primas.
Según mi madre, lo más difícil de vivir en Gambia es que “las mujeres siempre tienen más trabajo, no paran nunca de trabajar”. Los hombres lo hacen en el campo, mientras que las mujeres, además de eso, deben cocinar, limpiar, ir a buscar agua y cuidar de sus hijos.
En 1992, su vida dio un vuelco, con quince años, su padre le informó que la habían comprometido. No conocía a su prometido, mi padre, ni tampoco había hablado nunca antes con él, pero confiaba en el criterio de mi abuelo: “Yo hacía caso a mis padres, ellos me han dado a tu padre y no he pensado que ellos me van a poner en un sitio donde me sienta mal”. No vería a mi padre en persona hasta un mes antes de casarse.
Nunca estuvo en su pensamiento que acabaría viviendo en Europa, lejos de todo lo que ella conocía. Sin embargo, en el verano de 1993, después de vivir durante un año en el pueblo de mi padre, dejó su Gambia natal y aterrizó en Pineda de Mar. Tuvo la suerte de hacer el viaje con mi tía Sona -la mujer del mejor amigo de mi padre-, quien también se había casado hacía un año.
Fiesta de la Asociación Africana Moussa Molo en Calella, asociación creada en los años 90 por mi padre y otros gambianos. Mi madre a la derecha de todo, vestida de verde. (Calella, 1993)
Los primeros meses, experimentó un fuerte choque cultural. Venía de una cultura en la que el sentimiento de comunidad es la base de todo, donde la gente vive con su familia extensa y las puertas de las casas siempre están abiertas. De repente, su nueva realidad era estar siempre encerrada en un piso, sin el apoyo y el calor familiar y sin poder comunicarse con sus vecinos. En mi tía Sona encontró a una compañera con la que afrontar estas dificultades. Por fortuna, ya había otras mujeres negras en Pineda y en los pueblos de alrededor, y de vez en cuando se reunían para pasar el rato.
Uno de sus mejores recuerdos de esos primeros años fue empezar a aprender a leer y escribir, un deseo que no había podido cumplir en su infancia. Pero, el nacimiento de mi hermana, Kadijatu, en 1994 y el mío cuatro años después, le robó el tiempo para continuar con sus estudios, cosa que le hubiera gustado.
En el año 2000, con veintitrés años, la contratan como parte del personal de limpieza de una discoteca. Pero le resultaba complicado conciliar su vida laboral con las tareas domésticas y el cuidado de sus dos hijas.
Nuestra familia creció con el nacimiento de mis hermanos Seedy, en el 2001, y Osman tres años después. Esto significó que parte de las responsabilidades de la casa recayeron en mi hermana mayor, quién se convirtió en una referente maternal, ya que nuestros padres pasaban la mayor parte del tiempo fuera de casa.
Pasó por diferentes empresas, siempre realizando tareas de limpieza, hasta que finalmente consiguió un contrato fijo en un hotel de Pineda, donde sigue estando a día de hoy.
Desde su llegada, hace 30 años, han seguido viniendo más mujeres gambianas y la comunidad gambiana de Pineda, y el Maresme, ha crecido muchísimo. Sin embargo, las oportunidades siguen siendo las mismas. Pineda sigue siendo un pueblo que depende fuertemente del turismo, dentro de este sector, sin tener estudios, estas mujeres pueden tan solo aspirar a puestos no cualificados, como camareras de limpieza, ayudantes de cocina, lavaplatos… Tareas agotadoras que tienen que conciliar con su vida doméstica y familiar.
Este brevísimo resumen refleja una historia de vida, extrapolable y parangonable a la de muchas otras mujeres gambianas que viven en el Maresme. Mi madre puso pie en Pineda con dieciséis años y tuvo que aprender a adaptarse a su nueva realidad, lejos de todo lo que conocía.
Cuando uno migra, lo hace para labrarse un futuro mejor, con la esperanza de regresar y poder disfrutar con su familia de los frutos de su esfuerzo. Eso le hubiera gustado hacer a mi madre. Seguir compartiendo con su madre, construirse una casa en la ciudad y mudarse allí una vez jubilada. Pero ese sueño ya no será posible.
La abuela nos dejó hace dos meses, fue una pérdida muy dolorosa para ella, uno de esos momentos en el que una se replantea de nuevo por qué estamos aquí. Para muchas de estas mujeres, migrantes y trabajadoras, la vida pasa con el continuo anhelo velado de poder volver a casa algún día; y esperar que no sea demasiado tarde para reencontrarse con sus seres queridos, como lo fue para mi madre.
Mi abuela y yo. (Sare Babu, Gambia, julio de 2022)
[1] Sepa Bonaba, E. (1993). Els negres catalans: la immigració africana a Catalunya
[2] Idescat. (2022)
[3] Sepa Bonaba, E. (1993). Els negres catalans: la immigració africana a Catalunya
Artículo publicado originalmente en la Revista Afrolis, el 27 de marzo de 2023, “As mulheres da Little Gâmbia de Maresme”.
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Rahmata Dem Njie. Periodista y colaboradora de la revista Radio África desde 2020. Entre mis intereses están los temas socioculturales y la comunicación digital, así como el continente africano por su gran riqueza cultural y porque es donde están mis raíces.
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