Hace dos semanas mi tía me llamó comunista. Es mi única tía y yo su única sobrina y, puesto que ambas somos absolutamente caribeñas, el diálogo subió de tono con bastante rapidez. ¿Comunista, yo? Ni siquiera había leído uno de esos voluminosos tomos sobre la materia. Y no creo que pueda tildarse fácilmente de comunista a una episcopaliana local a menos que lleve una de esas insignias que funcionan con pilas o, mejor aún, que se le ocurra colgar uno de esos pequeñas rótulos amarillos en la ventana trasera de su potente BMW azul, ya sabéis: ¡comunista a bordo! Pero lo cierto es que nunca he visto nada semejante en la carretera, ni de lejos, y por eso no estoy tan segura de qué era exactamente lo que tanto preocupaba a mi tía. Y tampoco estoy tan segura de que ella supiera realmente mucho más que yo acerca de esa terrible amenaza que se cierne sobre los patios traseros de todos. Pero su sorprendente acusación me hirió en lo más hondo. Yo entendía que ella entendía, como todo el mundo entiende, que llamar a alguien comunista es una manera enteramente respetable y popular entre la clase media de llamar a alguien sucio perro infame. Esta confrontación entre nosotras comenzó mientras hablábamos por teléfono el fin de semana inmediatamente anterior al Día de Acción de Gracias. Quizá lo recuerden, fue el fin de semana en que casi todo el mundo intentaba cuestionar a Su Alteza, el rey de América. Y, entretanto, Su Alteza intentaba averiguar cómo podría el Pentágono trasladar el Triángulo de las Bermudas hacia algún lugar vecino a Israel, Irán y Nicaragua.
Era el fin de semana inmediatamente anterior al Día de Acción de Gracias, el mismo de la desafortunada conversación entre mi única tía y yo, unos cuatro o cinco días antes de que el New York Times publicase finalmente lo que tanta gente estaba esperando descubrir: ¡la receta de Nancy Reagan para el relleno del pan de maíz! Yo misma estudié la receta, pero decidí descartarla porque Miss Nancy comenzaba con una mezcla prefabricada para el relleno de pan de maíz y yo no tengo demasiada confianza en algo si no sé cómo o por qué ha acabado juntándose en un paquete, guste o no guste.
Mi tía me llamó comunista. Y yo, por supuesto, me mostré interesada: ¿qué quería decir con eso?
a) Quería decir que yo estaba loca por considerar la posibilidad de ir a Nicaragua cuando, en lo que a ella respecta, yo debería visitar su casa y comer y comer y comer hasta alcanzar el reglamentario estado de tradicional empacho.
b) Quería decir que yo estaba loca por pretender ir a cualquier otro sitio que no fuese específicamente su casa para la cena de Acción de Gracias. «¿Qué harás ahí abajo, en Nicaragua? –preguntó–. ¿Llevarles zapatos?»
Dije que no me parecía mala idea.
Ella dijo: «¡Pero es un país comunista!»
Yo dije: «¡No, es sandinista y, de hecho, el partido comunista solo ha obtenido un par de escaños en las elecciones generales!»
Mi tía resopló y añadió despectivamente: «¿Qué elecciones? ¿Crees en esa propaganda?»
Le pregunté: «¿Tú crees, sin ningún género de dudas, que Ronald Reagan ha mentido sobre todas las cosas de este mundo excepto sobreNicaragua –y que en este tema en particular ha sufrido un lapsus y por eso ha dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?»
La voz de mi tía adquirió un tono amenazador: «¡Estás hablando del presidente!»
«¡Estoy hablando de un mentiroso!»
«Eres una comunista» –repitió ominosamente mi tía.
«Sin embargo, yo he estado en Nicaragua; he visto el país con mis propios ojos!»
«¡Y qué!» –contestó.
«¿Estás diciendo que yo conozco Nicaragua peor que tú precisamente porque he estado allí y tú no has estado nunca, pero Ronald Reagan te jura que Nicaragua está montando una base de misiles para achicharrar las rosas de tu precioso jardín?»
«Eres una víctima de la propaganda –replicó complacida–. Es una cuestión de Este y Oeste, ¿no te das cuenta?»
«¡Este y Oeste! –exclamé–. Pero si cojo un avión mañana en dirección a Managua, estaré volando hacia el sur y hacia el oeste. ¡Oeste!».
«¡Eso es mera geografía!» –mi tía estaba a punto de gritar.
«Pero la geografía no es un asunto opinable» –dije.
Entonces mi tía sacó su voz solemne de directora de instituto público.
«Este y Oeste –explicó con paciencia– es una cuestión de ideología».
«Bien –dije–, permíteme decirte que disiento».
«Nosotras no disentimos –indicó–. No se trata de eso. ¡Estás en un error! ¡Eres una comunista!»
(La verdad es que yo misma me estaba poniendo un poco furiosa).
«Si yo soy una comunista –respondí–, ¡entonces la mayoría de los ciudadanos de este país son comunistas, porque la mayoría de los ciudadanos de este país no apoyan la postura del presidente sobre Nicaragua!»
Mi tía no replicó, así que continué: «Si yo soy una comunista, ¡entonces hay comunistas en el Congreso de Estados Unidos!»
«Eso no lo pondría en duda» –espetó.
«El Senado, el Senado de Estados Unidos. ¿Te das cuentas de que la mayoría del Senado de Estados Unidos va a votar ahora contra las políticas de Ronald Reagan en Nicaragua?»
«¿Por qué tendría que preocuparme eso? –contraatacó–. «¡Cuatro o cinco votos me importan poco!»
«¡Pero eso significa mayoría!» –dije.
«No me preocupa la mayoría –concluyó–. A mí me preocupa mi país».
Bueno, no fui a Nicaragua la semana siguiente y, para dejar las cosas perfectamente claras y equilibradas, tampoco fui a casa de mi tía. Pero estuve pensando en mi tía y pensado en si yo era o no una comunista y pensado mucho en Su Alteza, el rey de América, y me fui poniendo algo más que un poco furiosa según pasaban los días.
¡No me malinterpreten! Quiero a mi única tía. No es una mujer ridícula. No es inconsecuente, desde luego. Y pondré contra las cuerdas a cualquiera que se atreva a faltar el respeto a esta vieja dama caribeña que ha amado durante tanto tiempo a su país que hasta es posible que algún vaquero ladrón con el pelo teñido le haya vendidocomo real una historia digna de una telenovela. Pero:
1. No creo que Ronald Reagan tenga más idea del comunismo de la que tiene sobre dónde se halla Managua respecto a Memphis, Tennessee. Y mi tía tiene que dejar de emular a un sobresaliente bufón: que algo no te guste no significa que puedas calificarlo de comunista.
2. Personalmente, no me dedico a calificar a nadie ni a nada de comunista porque no sepa de qué estoy hablando y porque, a diferencia de Su Alteza, el rey de América, intento mantener la boca cerrada cuando no sé de qué estoy hablando.
3. No me enloquece el comunismo. Lo que me enloquece es que la gente intente ponerme a la defensiva achacándome este u otro polisílabo que nadie puede definir realmente.
4. No me preocupa el comunismo. Me preocupa mi país: es aquí donde vivo. ¿Y en qué situación nos encontramos aquí donde la gente puede reclamar lealtad extrema a Estados Unidos, y donde el Joe medio y la Jane media pueden articular confusamente montones de «lo tomas o lo dejas» y después dar media vuelta y decirte que la regla de la mayoría no viene al caso?
5. No me preocupa el comunismo. ¡Me preocupa mi país! ¿Puede darse realmente el caso de que un hombre quebrante la legislación estadounidense, los tratados internacionales, puede darse realmente el caso de que un hombre –de acuerdo, un hombre blanco, pero aun así– ignore y rechace las decisiones del Tribunal Internacional de Justicia y, sin embargo, decir adiós a 235 millones de niños mientras sube a un helicóptero para pasar un fin de semana lejos de las consecuencias de sus fechorías?
6. ¿Está sucediendo en la vida real presente que un solo hombre suprima y deshonre la Constitución de Estados Unidos y luego espere recibir expresiones de simpatía y apoyo de los líderes de algo llamado Partido Demócrata?
7. ¿Puede ser cierto que realidades como la geografía no sean ya importantes para Estados Unidos? ¿Es admisible que un hombre pueda mentir y mentir y mentir y seguir y seguir mintiendo una y otra vez y, sin embargo, ocupar el cargo más elevado de la tierra?
8.¿Debo creer que hay algo equivocado en ofrecer agua a quien tiene sed? ¿Algo equivocado en ofrecer la paz a quien solicita la paz? ¿Algo equivocado en ofrecer zapatos a quien carece de ellos? ¿Debo creer que mi país no respeta ni respetará los derechos de soberanía y autodeterminación de ningún otro país del planeta?
9. ¿Debo aceptar que mi país ratifique y aliente, infaliblemente, a todos los tiranos y fuerzas malignas en el Primer y del Tercer Mundo?
Si el tinglado actual ha caído tan bajo que no debo amar la verdad, no debo querer justicia, no debo permitir que otras personas discrepen de mí, no debe importarme la ley lo más mínimo, no debo respetar a nadie que difiera de mi propia y particular imagen –o de lo contrario seré un sucio perro infame–, entonces, sí: ¡soy un sucio perro infame! ¡Soy republicana! ¡Soy seguidora del equipo de béisbol Boston Red Sox! ¡Soy comunista! ¡Soy una poeta caribeña enfadada!
Y este es mi país, esta Norteamérica. Este es mi hogar, esta democracia. Esta es mi firme esperanza, este conglomerado de estados quejumbrosos, renqueantes, jorobados, maltratados, agónicamente unificados por la Declaración de Independencia y la Constitución.No estoy dispuesta a adorar una perversa telenovela de mi vida. Y no estoy dispuesta a olvidar la realidad de mis derechos.
A final del Verano de la Libertad de 1964, una auténtica gran dama, la señora Fannie Lou Hamer, viajó desde Misisipi hasta la Convención Demócrata de Atlantic City. Acababa de ser brutalmente apaleada en una prisión sureña donde fue encerrada por incitar a los negroamericanos a inscribirse para votar. Y como miembro del Partido Democrático de la Libertad de Misisipi, la señora Fannie Lou Hamer se dirigió a la nación a fin de pedir que su partido reemplazase a la habitual delegación racista. Ya saben cómo acabó la historia: Lyndon Baines Johnson y su compañero durante tantos años, Walter Mondale, impidieron, en efecto, que la señora Fannie expusiera el caso con detalle a sus compatriotas de costa a costa. Y luego los caciques del Partido Demócrata le ofrecieron lo que llamaron un «compromiso» de dos escaños para el Partido Democrático de la Libertad de Misisipi.
Esta grandísima dama, la señora Fannie Lou Hamer, ¿saben qué les dijo? «¡No hemos recorrido todo este camino para dos escaños! ¡Ya estamos cansados!»
Y deseo que esta noche acojáis sus palabras y su espíritu como si fueran vuestros. No es el momento de echarse atrás o contemporizar. No es posible contemporizar con la verdad. No es posible contemporizar con la justicia. ¡No es posible contemporizar con la Constitución de Estados Unidos ni con la horrible contradicción de un rey de América!
¡No hemos recorrido todo este camino para dos escaños!
Lo queremos todo. El legado intacto de la Declaración de Independencia. Cada una de las libertades garantizadas por la Constitución. Una coherente política exterior acorde con los principios de no intervención y con los derechos humanos. Una judicatura y un congreso al mismo nivel, al menos, que la oficina del presidente. Un presidente responsable ante el pueblo. Un presidente que no sea un mentiroso patológico en una carrera homicida.
Necesitamos un presidente, no un rey americano.
Necesitamos un nuevo presidente. Para salvar nuestro país, necesitamos un partido opositor en la escena norteamericana.
Puedes llamarlo Democrático o Arco Iris o Socialista o Comunista o Conservador, da exactamente igual: necesitamos un partido opositor. Un partido opositor decidido a reconquistar nuestras razones para sentirnos orgullosos de Estados Unidos, un partido opositor que desencadene una ofensiva contra todo lo que en nuestras vidas es corrupto y tiránico y antidemocrático.
¡Necesitamos un partido opositor que envíe ingentes cantidades de ayuda humanitaria a los sandinistas de Nicaragua!
¡Necesitamos un partido opositor que envíe dinero y armas y asesores a los luchadores por la libertad del Congreso Nacional Africano de Suráfrica!
Necesitamos un partido opositor que ame y honre a los ciudadanos a los que quiere representar del mismo modo que mi tía adora a su vaquero ladrón del pelo teñido.¿Y por qué no habríamos de conseguir lo que necesitamos? Al fin y al cabo, ¿dónde estamos y de quién es este país?
June Jordan. Ensayo de su libro Dificultades técnicas. BAAM/La Oficina, 2012
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